—Debes creer en mí, aunque me cueste trabajo explicarte ciertas cosas, Alicia. Supongo que tú no notas nada.
—¿Yo? Gracias a Dios, nada en absoluto.
—Pues entonces, me alegro por ti —dijo la jovencita mientras que depositaba su mano sobre el hombro izquierdo de la otra mujer—. En mi caso, cuando me entero de las malas noticias que pueden suceder, te juro que tengo una sensación de lo más desagradable.
—Veamos. Analicemos el caso de mi padre. Estamos hablando también de ese ser negativo que está unido a mi hermano. Si tú te refieres a algún acontecimiento negativo que se puede producir sobre el marqués… eso significaría… que Carlos podría estar preparando algo perjudicial… contra su propio progenitor… ¡No es posible, Rosarito! ¡Corrígeme, por favor! ¡Dime que mi pensamiento es una locura!
—Eso es lo que trato de averiguar, pero por más que me esfuerzo, no obtengo detalles de esa acción, quizá porque no deba saberlo. Hay cosas que, para abreviar el sufrimiento, solo deben desvelarse en el momento preciso, no antes. Sin embargo, me conozco y por mis antecedentes, conviene que nos preparemos para recibir una mala noticia que no tardará en llegar.
—¡Dios mío! —afirmó Alicia centrando su mente en lo que podía suceder—. Mi propio hermano actuando contra mi padre. Qué desgracia más grande sería esa, qué tragedia tan enorme se abatiría sobre mi familia. Pero… Rosarito… —insistió la mujer entre lágrimas—, eso sería atentar contra la lógica. Yo soy la primera en reconocer que mi hermano no es el hijo ideal, pero de ahí a revolverse contra quien le ha dado la vida… hay un trecho muy largo. ¿No crees que estoy razonando con sentido común?
—Por desgracia, hermanita, a veces el sentido común no se armoniza con la bonddad sino con el más puro egoísmo. Quisiera equivocarme y pensar que todo esto no es más que una falsa alarma que solo se basa en mis temores más inconscientes, pero incluso charlando contigo, las punzadas en mis sienes no cesan. En todo caso, habrá que esperar. No puedo evitar el recuerdo de esa sombra tan siniestra actuando junto a la figura de tu hermano, dirigiendo sus pasos para guiarle hacia su perdición, como si disfrutase de ese macabro espectáculo que resulta la ejecución del mal. Dios mío, Alicia, a veces me hubiese gustado nacer libre de estas «habilidades», liberada de este yugo que es ver en lo invisible, pero luego, reflexiono y me acuerdo de tu padre, que me permitió contemplar la realidad desde otra perspectiva y me acuerdo de ti, de tu dulzura y de tu ternura, de tu rebelión ante el papel que nos asignan continuamente a las mujeres y… me arrodillo y acabo por aceptar la voluntad divina, porque sé que, en el fondo, el Creador sabe lo que hace y que yo debo comprometerme con sus designios.
—¡Qué bien hablas, cariño! Hacía tiempo que no te observaba tan inspirada. Tú, con tus palabras procedentes del mundo de los sueños y de tu imaginación, me alivias, me das fuerzas para seguir, porque verte es contemplar el otro lado de la vida, porque me das esperanza en la inmortalidad, porque sé que navegas entre dos mundos y eso me revela que siempre estaremos juntas, más allá de esta dimensión material de la que podemos ser apartadas en cualquier instante. En cualquier caso, he de reconocer que, esta vez, quisiera que te equivocaras. El bueno de Alfonso no merece sufrir más a causa de un hijo que no ha seguido los pasos de un excelente padre.
—Y que lo digas, Alicia. Quiera Dios que esta jaqueca se deba a otros motivos. Yo sería la más feliz por haber errado.
Mientras que aquellas dos mujeres terminaban su emotivo, aunque preocupante encuentro en la finca de «La yeguada», en la capital pacense un plan diabólico comenzaba a ejecutarse; porque las acciones no solo se inician con el movimiento de las manos o las palabras más lacerantes, sino que surgen en el mismo pensamiento de los hombres, cuando la semilla del rencor se siembra entre las tierras fecundas del alma, aguardando a que germine como la planta de todos los males. La fuerte inquietud de la hija del marqués no iba desencaminada y pronto, se conocerían las consecuencias. Por otra parte, los intensos dolores de cabeza de Rosarito estaban más que justificados, pues las ondas de la maldad pueden ser sintonizadas por las personas más sensibles, como era el caso de la ahijada de don Alfonso.
Aquella tarde, tras sonar varias veces el teléfono…
—Diga, ¿quién está al aparato?
—Escucha, Juan, soy Carlos. No hace mucho tuvimos una conversación y un encuentro. ¿Cómo estás? Te llamo porque tengo un nuevo encargo para ti.
—Caramba, señor, es verdad. Últimamente se le multiplica el trabajo. Pero bueno, que por mí encantado, porque usted paga bien y así da gusto estar a sus órdenes.
—Me alegro mucho de tu buena actitud. Después del éxito con ese desgraciado tunante y timador, no es para menos. En fin, creo que lo que te voy a encomendar es más sencillo que lo anterior. Además, no tendrás que valerte de nadie. Puedes completar la misión tú solo. Así, no tendrás que compartir la recompensa con nadie, je, je…
—Pues me está gustando su discurso.
—Mira, mañana a los ocho, cuando se hayan ido los clientes, yo te esperaré en el bufete. La prudencia es buena consejera y el secreto, aún más. No es la primera vez que oyes eso de mí porque ese es mi estilo y pienso que tú estás de acuerdo.
—Sin duda alguna, don Carlos.
…continuará…