LOS OLIVARES (64) La carta

—Mira, Juan, tú no tienes que hacer nada raro, solo certificar una carta en una oficina de Correos. Sin embargo y por motivos que no te afectan, es necesario que te desplaces hasta Sevilla. Son algo más de doscientos kilómetros de distancia, pero ha de ser de este modo. Tú no eres de hacer muchas preguntas sino de cumplir con el objetivo; por eso me fío de ti a la hora de encargarte cualquier misión. Ya sé que tú pensarás… ¿por qué viajar hasta Sevilla pudiendo enviar ese documento desde aquí? Pues insisto, tengo mis razones. Tú hazlo y punto.

—Claro que sí. A veces, las preguntas sobran y lo esencial es realizar el encargo y satisfacer al cliente que es quien paga. Si yo tuviera que saber los motivos por lo que las personas me hacen sus peticiones, todo sería demasiado lento e incluso impracticable. Usted manda y yo cumplo.

—Muy bien, así me gusta, Juan. Mañana ya me comentas cualquier duda que te surja, aunque yo creo que el asunto está más que claro. Te indicaré el garaje donde debes recoger un coche con el depósito lleno y te entregaré las llaves.

—Pues mañana nos vemos en su despacho a las ocho en punto.

—Perfecto. Puntual como siempre.

Semanas más tarde, doña Concha caminaba ligera por el pasillo principal de la mansión hasta alcanzar la puerta del despacho del marqués…

—Don Alfonso, disculpe las molestias. ¿Puedo pasar? Como he visto la puerta abierta…

—Adelante. ¿A qué vienen esas prisas? He oído sus pasos a toda velocidad. Es que ya me conozco hasta su forma de andar. Verá, que no estamos en la Gran Vía de Madrid en hora punta sino en mitad del campo y donde se entiende que hacemos las cosas de modo tranquilo. A ver, ¿qué le sucede?

—Lo sé, don Alfonso. Perdone mi celeridad. Es que se trata de un motorista que ha venido hasta aquí a entregarle una notificación. Aunque le dije que yo se la daría, el hombre insiste en que no se irá de la casa hasta que usted le firme el «recibí».

—¡Vaya por Dios! Debe entonces ser importante. ¿Qué será? —se preguntó el aristócrata mientras cruzaba su mirada con los ojos de la ama de llaves—. Muy bien, pues firmaré. ¿Qué se le va a hacer?

Minutos después, tras comprobar el noble que la carta provenía de los juzgados de Salamanca…

—«Esto me huele mal —pensó el aristócrata—. ¿Qué tengo yo que ver con recibir un sobre de la justicia? ¿Y de Salamanca? Esto me da muy mala espina… ¿Por qué, Alfonso? ¿Por qué?».

Se dirigió de nuevo a su despacho bastante nervioso, se sentó y sacó del cajón del escritorio un abrecartas. A esa hora, don Alfonso empezó a notar ciertos ruidos estomacales mientras que su corazón aceleraba sus pulsaciones. Con las manos temblorosas, sin pretenderlo, realizó un breve repaso a su pasado, al tiempo que su mente se centraba en los recuerdos más problemáticos. El contenido del sobre certificado despertó en el marqués todas las alarmas.

«De este modo y por parte de este Juzgado de Salamanca, se insta al requerido, don Alfonso de Salazar y Agudo, a personarse en nuestra sede en fecha y acompañado de abogado, al haberse iniciado causa contra el imputado en expediente tal de fecha tal. Se advierte que la incomparecencia del afectado, implicará que se ordene su búsqueda y captura a fin de no evadir la acción de la Justicia.».

«Asunto: investigación abierta sobre presunta pertenencia del acusado a la masonería, según ley 3/40 de persecución del comunismo y la masonería».

—Doña Concha, doña Concha —gritó el marqués mientras abría con premura la puerta de su despacho, una vez leído el contenido de la misiva.

—¿Ocurre algo, señor?

—Pues sí. Que me preparen una taza de tila bien cargada y me la traigan aquí.

—Enseguida, señor marqués.

—Ah, perdone. Avise también a la señorita Rosario. No la he visto hoy; supongo que estará en casa de sus padres. Bueno, no lo sé. En cualquier caso, búsquela y que venga con urgencia. He de hablar con ella.

De nuevo, el aristócrata volvió a sentarse junto a la mesa y descolgó el teléfono para hacer una llamada. Mientras que el aparato daba su tono de llamada…

«¡Ay, por favor, que esté mi hija! ¡Que coja el teléfono! —expresaba don Alfonso en voz baja».

Al rato de insistir…

—Aquí finca «La yeguada». ¿Dígame?

—Buenos días, soy el marqués de Salazar. ¿Quién eres? No te reconozco la voz.

—Disculpe. Soy Andrea, una de las criadas. ¿Qué se le ofrece, señor marqués?

—Quería hablar con mi hija. ¿Está ella por ahí?

—Es que la señorita Alicia no se encuentra en la casa.

—Pero, ¿le ha dicho adónde ha ido?

—Sí señor. Está ahora mismo en las caballerizas, junto a los caballos. Es que ha llegado el veterinario y ella le está acompañando mientras examina a los animales.

—De acuerdo. Pues en cuanto regrese, dígale que me llame. Es importante.

—Sí, don Alfonso. Ahora mismo voy allí y se lo comento.

—Gracias, Andrea. Adiós.

…continuará…

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LOS OLIVARES (65) La compasión de Rosarito

Mié May 10 , 2023
Minutos después, Rosario llamaba a la puerta del despacho del marqués… —¿Me estabas buscando, padrino? ¡Uy, vaya cara! ¿Ocurre algo malo? Me ha dicho que viniera doña Concha y ella tampoco tenía muy buena expresión. Parece que esto de los motoristas entregando cartas a domicilio no es muy buena idea. […]

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