—¿Está usted bien, don Sergio? Pero… ¿qué diablos ha ocurrido? —preguntó uno de los celadores.
—Sí, sí, estoy bien, aunque me he dado con la espalda en el suelo. ¡Vaya susto que me he llevado! Por favor, conservemos la calma…
—Se lo advertí, psicólogo —intervino Martín—. No juegue con él. Es curioso, porque la mayoría de las agresiones de Nicasio son verbales para tratar de humillarme. Se trata de una tortura psicológica que, con el tiempo, te hunde en la miseria. Sin embargo, a usted le ha atacado de modo físico dándole un empujón y tirándole de la silla. Por su mirada y sus gestos se le notaba que iba a hacer algo así. La rabia se apreciaba en su cara.
—Vale, Martín, tranquilo. A la vista de lo sucedido, te creo.
—No, si yo estoy tranquilo. Al parecer, el que se tiene que tranquilizar es nuestro «amigo». Mire por dónde se ha puesto violento. Creo que lo que más le saca de quicio es que se dude de su existencia. Lo siento mucho, pero que usted le ignore o le minusvalore lo pondrá peor.
—Adolfo, si no te importa, te voy a encargar algo muy importante. Por favor, avisa al director de inmediato y dile que venga. Me gustaría que observase este «espectáculo». Que conste que vosotros también habéis sido testigos.
La petición de Sergio se cumplió al instante y en unos segundos, Ildefonso se personó en la celda de aislamiento.
—Bien, Sergio; el celador me ha puesto al corriente de los hechos. Veamos: ¿estamos ante una película de miedo o quizá debamos preocuparnos por la posibilidad de un «exorcismo»?
—Ja, ja… hacía tiempo que no escuchaba una respuesta tan graciosa —comentó Martín en tono jocoso—. Me temo que es usted otro incrédulo que va a soportar las consecuencias de la ira de Nicasio. Menos mal que ya no soy yo el único en sufrirle. ¡Ya era hora, caramba! Bueno, nos vamos a divertir durante un rato. ¡Que empiece la fiesta!
—Pero… ¿qué está diciendo este chiflado? —advirtió Ildefonso mientras que abría sus brazos en señal de incomprensión.
—Señor psiquiatra, no provoque usted más o le aseguro que llegará hoy herido a su casa. Vea usted, yo estoy aquí tan tranquilo y sentado en la cama, pero no puedo negar que me divierto porque al fin, ustedes son las víctimas de este acosador. Creo que, a partir de ahora, empezarán a hacerme caso y no a considerarme como un vulgar loco que ha desarrollado «alucinaciones».
—Anda, cállate ya y no empeores las cosas —manifestó enérgico el director—. ¿No serás tú el que estás montando el espectáculo, graciosillo? ¿Qué pretendes? Ah, claro, ya lo veo: divertirte a costa de nosotros para que nos contagiemos con tu delirante idea de que aquí hay una entidad invisible que nos observa. Venga ya, hombre. ¿Por qué no te ríes de nosotros pero desde las dependencias del hospital psiquiátrico? ¿Qué te parece la cuestión?
—Don Ildefonso —insistió el joven paciente—, se está usted exponiendo innecesariamente. Me parece que aún no se ha dado cuenta de que a Nicasio no le gusta que le ignoren. En fin, allá usted. Yo se lo he advertido, pero usted manda…
—Mira, Sergio, estaba haciendo una gestión importante y he venido a la celda porque me lo has pedido. Sin embargo, no estoy aquí para perder el tiempo, que estoy muy ocupado. Y tú, maldita sea, déjate de fantasmadas o te coloco la camisa de fuerza de inmediato. Con ella puesta, seguro que se te acaban los delirios. Por favor, que ya llevo muchas escenas de estas a mis espaldas.
Ante el estupor de los dos celadores, de Sergio y del propio Ildefonso, la silla blanca de plástico que había en la habitación se levantó en el aire unos dos metros y durante unos segundos, se quedó suspendida en el vacío. Tras unos instantes de incertidumbre, esta se proyectó a gran velocidad hasta impactar en la figura del psiquiatra, el cual se protegió con sus brazos cuanto puedo hasta acabar en el suelo. Ildefonso se quedó pálido, se puso a mirar de nuevo a la silla por si se producía otro incidente y arrastrándose por la superficie trató de acercarse a la puerta de salida.
Una vez fuera de la dependencia, el psiquiatra reaccionó con rapidez:
—¡Sal de ahí, Sergio! Y vosotros, sacad la silla y alejaos de ahí.
—Yo no toco esa maldita silla, no vaya a ser que me den con ella en la cabeza —gritó entre risitas de miedo Adolfo.
—Yo tampoco, jefe —afirmó Antonio, el otro celador—. Esto se está escapando de nuestras manos.
—Vale, pues entonces salgamos todos y cerrad la puerta. ¡Venga, daos prisa!
Una vez superada, al menos temporalmente, aquella incierta situación, los dos especialistas de la salud mental se dirigieron al despacho del director. Tras dar unos largos suspiros, se serenaron algo y se decidieron a comentar la extraña coyuntura.
—Pero, ¿qué fenómeno de mierda ha sido eso? ¿Nos van a incluir en la nómina un complemento de seguridad a partir de ahora? —dijo indignado Ildefonso.
—Uf, menudo susto que nos hemos llevado. No lo esperaba, a pesar de que las señales iban en ese camino. La verdad es que, pese al sobresalto, me alegro de que, al fin, la situación de Martín se haya desencadenado en su verdadera naturaleza.
—Te juro que no entiendo nada de lo que ha sucedido. Ese chico parecía estar «endemoniado».
—Tranquilo, director, no te dejes llevar por el pánico. Somos científicos. Debemos analizar bien lo ocurrido. Mi primera conclusión es que ese agobio que muestra Martín a menudo posee unas causas muy concretas. Quiero decir, que este fenómeno no se sostiene apoyándose solo en las supuestas alucinaciones de nuestro paciente y en su diagnóstico anterior como esquizofrénico. ¿Lo ves? Tú mismo has sido testigo de la escena; pero es que unos minutos antes me tocó a mí. A ti te lanzaron una silla, pero es que, a mí, me empujaron y me tiraron de ella. Aparentemente, yo no vi nada, pero sí que sentí el tacto de lo que fuera lanzándome hacia atrás hasta golpear el suelo.
…continuará…