—Siento decirlo, Monsieur. Ese dinero es totalmente insuficiente. Dadas las dudas que observo en su proceder, así como su cicatería, empiezo a sospechar que al poco de llevarse a mi niña, usted me la va a devolver. Quizá, una vez pasada su fogosidad, se encaprichará con otra. Por favor, ¿me puede aclarar si en el pasado usted ya ha sido protagonista de una historia como esta?
—En absoluto, Madame. Puede estar segura de ello. Jamás me he embarcado en un asunto de esta índole. No tengo vocación al respecto. Si me quiere creer, pues bien. Y si no se fía de mí, pues peor para usted por su enfermiza desconfianza hacia mi persona. Además, no soy un tipo de esos a los que le gusta jugar con los sentimientos ajenos.
—Sí, ya me doy cuenta, lo que no se traduce a la hora de efectuar una apuesta decidida por mi chica. En fin, realizando un ejercicio supremo de honradez y pensando en el bienestar de mi Eva, bajaré el listón de su libertad hasta las ochocientas mil pesetas. ¿Qué me dice?
—Está claro que, o bien usted no me entiende o yo no he sabido explicarme bien; me temo que sus pretensiones se sitúan fuera de mi alcance. Pareciera que desea usted jubilarse a mi costa, un simple empresario que paga con religiosidad sus impuestos para el beneficio de la sociedad en la que vive. Aun así, le confieso que su chica ha conseguido remover en mi interior unas emociones que ya daba por olvidadas. Por esa causa, haré un último esfuerzo y aumentaré mi oferta hasta las trescientas cincuenta mil pesetas.
—Mire usted; ni aunque me pagase el millón de pesetas que le pedí antes conseguiría que me jubilase. Ha estado un tanto ingenuo en su apreciación. Desconoce por completo el poder de este negocio llamado prostitución, ya sabe, la profesión más antigua del mundo.
—Insisto en lo de antes. Yo no he venido a discutir sobre el nivel de los prostíbulos en Madrid ni del dinero que genera. Solo me interesa una de sus chicas y ya sabe a quién me refiero.
—Qué facilidad de palabra observo en su lenguaje, Monsieur. Sin embargo, sus argumentos, a pesar de los adornos, no dejan de ser pobres. Me refiero a los billetes, claro. Me parece que esta reunión ha sido una terrible pérdida de tiempo. Se lo digo con claridad: no voy a perder dinero porque usted se haya obsesionado con mi niña. Puedo ser generosa, pero no imbécil. Sé de números y no veo ninguna rentabilidad en su propuesta, don Armando. Es probable que usted tenga más dinero en el banco del que yo pueda imaginar. En ese caso, es muy frecuente que eso vuelva a la gente inestable, caprichosa e inconstante. Quiero defender a Eva a toda costa. Ya le he explicado el valor especial que ella posee para mí, más allá de las cifras. Su madre y yo fuimos buenas compañeras y cuando ella falleció, yo me hice cargo de la cría y me ocupé de su sustento. Mi pensamiento le dice que, se ponga usted como se ponga, no se la voy a regalar como si fuese un vulgar objeto a punto de caducar. Ni de broma.
—Vamos a reflexionar —añadió el hombre con gesto circunspecto—. No quiero entrar con usted en una estúpida subasta. Es cierto: estoy hablando de una mujer con nombre y alma. Parecemos críos. Preste atención, por favor. Le voy a revelar mi oferta definitiva por Eva y que no se hable más. Subo hasta la barrera de las quinientas mil pesetas, una cifra redonda y, sobre todo, muy razonable. Lo siento, pero es mi límite. Menos mal que ella no ha sido testigo de este diálogo. ¡Cómo se avergonzaría de nosotros si hubiese escuchado esta conversación! Qué injusto es ponerle precio a un ser humano. Me siento abochornado.
—Así que medio millón —expresó Giselle con las pupilas dilatadas—. Veamos, Monsieur. ¿Le importaría salir un momento? He de hacer una llamada privada. Si me disculpa, en cinco minutos tendrá novedades. Por cierto, ¿no quiere tomar nada? Allí hay un pequeño frigorífico con hielo, por si le apetece.
—No, gracias. Esperaré fuera y cuando usted acabe, me avisa.
El empresario salió tranquilo de la dependencia y se quedó aguardando mientras se apoyaba en la barandilla de madera de aquella primera planta. Eva, que no se aguantaba de los nervios, ya no se encontraba allí y se había retirado a su cuarto a la espera de noticias.
Transcurrido el tiempo estipulado… se oyó girar el mecanismo de la puerta que daba acceso al despacho de Giselle.
—¡Felicidades, Monsieur! La chica es suya. Dios, cuánto la voy a echar de menos. Va a suponer un golpe terrible, pero lo que yo no haga por ella… La verdad es que me costará trabajo acostumbrarme a su ausencia. En fin, c’est la vie, como decimos en nuestro país.
—Pues no sabe cuánto me alegro por los tres —se atrevió a decir un feliz Armando mientras que le apretaba la mano a la Madame—. Con sinceridad, creo que hemos hecho un buen negocio. Las cosas son así. Pronto se recuperará de su nostalgia. En breve, todo volverá a la normalidad en «Le Paradis» y usted habrá sumado medio millón de pesetas a su cuenta corriente, sin intermediarios y sin sospechas. Creo que es para estar contenta ¿no le parece?
—Si usted lo dice… Sepa que se lleva usted a una de las mejores jovencitas de Madrid. Solo puedo afirmar… ¡que le aproveche! Espero que no se arrepienta de su decisión. Resultaría muy triste, especialmente para mi niña y, por supuesto, no recuperaría ni una sola moneda de la cantidad abonada.
—Claro, la comprendo. Quiero pensar que ya puedo disponer con libertad de Eva, incluso esta misma noche.
—Pues claro que no, Monsieur. ¿Qué se ha creído? ¿Por qué me iba yo a fiar de usted? Es nuestro segundo encuentro y no tenemos esa confianza.
—Sí, tiene razón, lo suponía.
En ese momento, Armando rebuscó en su elegante chaqueta en un bolsillo aislado con cremallera y en el que existía un sobre abultado. Se sentó en el sofá y tras abrirlo, se puso a contar un fajo considerable de billetes.
Unos segundos después, el empresario le hacía entrega a la mujer del sobre con su contenido.
…continuará…