—Hijo mío, si no tengo fuerzas ni para respirar… No podré avanzar más allá de unos pasos.
—Madre, eso lo dices porque llevas no se sabe cuánto tiempo repitiendo la misma escena violenta y habitando en este abismo de desolación. Aquí no penetran ni la luz ni la esperanza, porque no son bienvenidas. Has vivido aquí solo para reiterar una y otra el drama de tu suicidio. No te preocupes —expresó Martín mientras que ayudaba a Eva a incorporarse—. Yo te llevaré en mis brazos si hace falta. Juntos resistiremos.
—Que Dios te oiga, hijo.
Transcurrieron unos instantes angustiosos, pero al mismo tiempo liberadores en lo más íntimo. Ni siquiera Martín, a pesar de su empeño, estaba seguro de poder escapar de aquel cuadro tenebroso. Con grandes dificultades, pero sin perder la fe en ningún momento, ambos se dirigieron hacia el fondo del túnel, justo por donde Martín pensaba que había penetrado al principio. La mujer, conforme se apartaba paso a paso de la siniestra estación, empezó a recuperar sus energías y a sentirse mejor. Fue tal su restablecimiento al alejarse de la perniciosa atmósfera que dominaba aquella parada del tren que pudo realizar el último tramo de su andadura a pie. Algo ilusionante se estaba fraguando en mitad de aquella penumbra.
Algo después…
—Mira, mamá, la oscuridad se está disolviendo poco a poco. Eso solo puede significar que cada vez nos queda menos para alcanzar la salida. Dios mío, qué ganas tengo de llegar contigo a la claridad.
—Sí, Martín. Al caminar, voy sintiendo cómo se me alivia la pesada carga que notaba en mi cabeza, en mis hombros, en todo mi cuerpo. No es solo una cuestión de peso sino también de lucidez. Es como si pudiese discurrir mejor, pensar por mí misma, recobrar el juicio.
—Pues claro que sí, yo también estaba confuso y había perdido la razón. Ese ambiente siniestro me envolvía y hasta me enloquecía.
—¿Sabes una cosa, hijo? Tal vez no me creas, pero esta esperanza que me brota de las entrañas de mi ser… no sé, pero es… como si estuviese recuperando las ganas por vivir. ¿Crees que me equivoco? Dime la verdad, te lo ruego. No quisiera caer en un falso optimismo.
—En absoluto, madre. Me está pasando a mí también —respondió el joven sonriente mientras que se afanaba por descubrir la nueva mirada de Eva—. Bienvenida sea la vida. Desaparecidas las tinieblas de tu ayer, solo nos resta abrazar la luz del presente, esa que andamos buscando.
Pasó otro rato; madre e hijo continuaron avanzando ya más confiados hasta superar aquel espacio incierto y sombrío. Al alcanzar finalmente la salida del túnel, el paisaje se transformó en un terreno verde y abierto, vestido por múltiples plantas e iluminado por el resplandor de un sol espléndido que parecía querer brillar con más fuerza que nunca para los recién llegados. Después de haber permanecido durante tan largo período presa de la negrura y la turbiedad, Eva no daba crédito a lo que estaba viendo, un horizonte con una mezcla inusual de colores que le transmitía una sensación de armonía. Cuando ambos, cogidos de la mano, se extasiaban disfrutando del magnífico panorama, intuyeron la presencia de una figura que de pronto surgió a sus espaldas…
—¡Romano! —chilló Martín por sorpresa—. ¡Por el amor de Dios! Qué susto me has dado.
—¿Susto? ¿De veras? No hace mucho estabas reclamando mi presencia de forma insistente. ¿Ya te habías olvidado?
—Pues claro que sí, pero no por un mero capricho, sino porque te necesitaba. Tuviste el «don» de desaparecer cuando más precisaba de tu ayuda.
—Verás, hay cosas en la vida que un espíritu solo puede realizar en solitario. Por eso me alejé de ti momentáneamente, mas quiero que sepas que seguí de cerca el curso de los acontecimientos. Te felicito por tu paciencia, por no haber perdido el control de la situación y por haberte encomendado a las fuerzas celestiales. Actuaste con sabiduría y, sobre todo, con un gran amor hacia este ser que ahora agarras de tu mano. Y, amigo, el amor todo lo puede, todo lo consigue, porque su manifestación es grata a los ojos del Creador.
—Romano, agradezco tu presencia, pero contigo todo habría resultado más fácil.
—Lo sé y te pido disculpas. Sin embargo, reflexiona: todo se desarrolló acorde al plan previsto. Envuelto en la incertidumbre, tomaste buenas decisiones y aquí están las consecuencias. Comprende que yo no debía intervenir, sino que debías ser tú el que le mostrases el camino a Eva, a tu propia madre. Tu actitud se mantuvo firme y eso permitió que ella recobrase la memoria de su ayer, gravemente perturbada por su actuación del pasado. Finalmente, te reconoció como lo que eras: ese hijo del que, por propia voluntad, no pudo disfrutar en su existencia.
—Es verdad, amigo: resultó una lucha terrible de la que salimos vencedores. No iba a dejarla abandonada a su suerte. De ninguna manera. Hay límites en la dignidad que no se pueden traspasar.
—Conozco tu caso, Eva —afirmó Romano dirigiendo su mirada compasiva hacia la mujer—. Desde el corazón, te doy mi enhorabuena. No es fácil escapar de las trampas que las propias almas se tienden. Y no existe peor condena que la que uno se impone a sí mismo, porque algunos se encierran en una jaula y lanzan la llave de la puerta muy lejos. No es el primer lance de suicidio con el que me he cruzado y por desgracia, no será el último. Se trata de sucesos lamentables que siguen a la orden del día en la corteza terrestre donde miles de espíritus, por ignorancia o por desesperación, creen que, acabando con el vehículo físico, todos sus males desaparecerán. No, la vida no está hecha para renunciar a ella. Sería un contrasentido y todo lo que Dios ha organizado obedece a unas leyes perfectas. Tú misma has sido testigo de lo que afirmo.
—Qué paz me transmites, Romano. Es como si tus palabras me liberaran de una pesada culpa. ¿Eres acaso un maestro?
—Solo si crees que puedo enseñarte algo, mi querida hermana. Regocíjate. Merced al sacrificio de Martín y a su firme voluntad por rescatarte, la redención de tu pesadilla ha sido posible, pues no hay nada más bello en el universo que la abnegación por el amor. ¿Ves? Todo sigue su curso natural y ahora, ambos os necesitaréis mutuamente. Felicidades, amigos, el mundo espiritual os contempla —afirmó Romano mientras que extendía sus manos hacia madre e hijo en un gesto de lo más amistoso.
…continuará…