—Claro que sí —respondió con prontitud la propietaria del café Ágata—. Recuerdo perfectamente cómo no paraba de fumar. Y ¿por qué pregunta por él?
—Sí, ahora que lo pienso, resulta usted inconfundible con ese pelo rizado tan llamativo. Me llamo María López y usted debe ser la señorita Sonia. A él no se le olvidó su nombre en ningún momento. Pues verá, aquel día que mi esposo se encontró con usted aquí, en tono divertido y antes de irnos a la cama, me dijo que había entrado a comer en un bar antes de una reunión de negocios y que la camarera que le había atendido le había recomendado acudir a la consulta de un médico, como si su vida peligrara. Se rio mucho mientras que me relataba ese episodio que le parecía gracioso. Sin embargo y mientras que charlaba, a mí no me pareció aquello tan chistoso. Debe usted saber que yo ya llevaba un tiempo detrás de él para que se hiciese algún tipo de revisión con un doctor, pues no me gustaba el peso que había cogido y el número de cigarros que encendía cada jornada. Hasta el más ignorante del mundo, sabe que ese tipo de hábitos, tarde o temprano, te pasa factura en el cuerpo. Hasta me acuerdo de lo que le dije antes de que apagase la luz.
—Y ¿qué fue eso que le comentó usted a su marido? —preguntó intrigada Sonia.
—Yo, alarmada por ese episodio de este bar que a mí no me parecía motivo de broma, le indiqué que al menos y para quedarme tranquila, se hiciese una analítica de sangre para ver cómo andaba de salud. Él se limitó a sonreír y me contestó que eso eran tonterías y que quería dormirse porque al día siguiente, debía levantarse muy temprano.
—Entiendo, más o menos como me dijo a mí cuando se marchaba. Y ¿pasó algo más?
—¿Que si pasó algo más? Verá, señorita, justo a los dos días de esa escena, me llamaron de la fábrica de muebles donde él era el supervisor. Imagínese la secuencia cuando uno de sus compañeros y buen amigo desde la infancia, me informó por teléfono de que a mi marido se le había parado el corazón. Llamaron con toda rapidez a una ambulancia y a urgencias, pero cuando llegaron allí, nada pudieron hacer por salvarle la vida. Ay, mi Miguel, ¡que en gloria esté! ¡Pobrecito! Toda su existencia trabajando como un mulo para acabar de esa forma tan trágica, desplomado en el suelo de una nave industrial por un maldito infarto. Si me hubiera hecho caso, tantas veces insistiéndole para que dejase de fumar o comiese menos, que no estuviese tantas horas en casa sentado delante del televisor… Si al menos le hubiese escuchado, Sonia, porque después de meditarlo, yo estoy convencida de que a usted le dio aquel aviso un ángel, para ver si así podía salvar a mi marido, si él reaccionaba… pero, ni por esas. Y es que cuando está escrito que alguien se tiene que ir, pues se va, pero hombre de Dios, no pongas tú de tu parte para mudarte de barrio antes de lo previsto. En fin, por eso he venido, porque quería conocer a esa bella persona que advirtió a mi Miguel para que cambiase de costumbres. Estoy tan desolada… Me comprende, ¿verdad?
—¡Cuánto lo siento, señora! Le doy mi más sincero pésame.
—Sí, se lo agradezco infinitamente. Ya no hay remedio, no se puede volver atrás en su historia. He venido hasta aquí en cuanto he podido, pero tenía que recuperarme de la fuerte impresión, esa que supone perder al hombre que más quieres. Aparte de mostrarle mi gratitud por lo que hizo, no puedo evitar la curiosidad por lo que pasó. Lo sé porque me lo contó él, pero quisiera tanto escuchar su versión… Ya sé que nada ni nadie me lo va a devolver, pero le he dado tantas vueltas a esto que me dejaría usted muy tranquila si me dijese lo que le ocurrió para que le diera esa recomendación, como anticipándose a la desgracia que le iba a pasar. Disculpe por las confianzas que me estoy tomando, pero ¿podíamos sentarnos en una mesa e invitarla a un café?
—Claro que sí, señora. Aunque se trate de este tema, yo estaré encantada de atenderla.
Unos minutos más tarde…
—La verdad —expuso Sonia muy pensativa—, no sé cuál fue el motivo exacto por el que todo surgió. Hasta yo misma me sentí desconcertada por ese aviso que llegó de repente a mi cabeza. Luego de irse su esposo, tampoco quise incidir mucho más. Yo, era la primera vez que le veía por aquí y no le conocía de nada. Miguel, después de acabar con su almuerzo, me dio la mano en gesto de gentileza, pues se había quedado satisfecho con el servicio. Ya sé que esto puede crear dudas, pero al tocarle, mi mente empezó a pensar en que a él le iba a pasar algo malo. Fue un golpe de intuición, nada más. Ese fue el motivo por el que, al despedirnos, le comenté la posibilidad de que fuese a una revisión médica.
—Perdone, pero, en general, nadie le expresa a un desconocido esa necesidad de visitar a un doctor.
—Efectivamente, es así. Yo me asusté por mi agitación interna, por esa imagen que tuve de que su marido no estaba bien por dentro, de que corría peligro su salud. Ya ve usted que no me hizo mucho caso y cuánto lo siento. Fue como si la muerte me hubiese advertido primero a mí y no a él, porque sabía que la ignoraría. No le puedo dar una explicación científica a lo sucedido ni más detalles, porque no hay más, solo la decepción que resta cuando recibes un aviso que luego se desoye. Quién sabe, incluso aunque hubiese ido a un hospital, tal vez no se podría haber hecho nada por él. Quizá era su destino, no estoy segura.
—Vale, Sonia. Después de escucharla, creo que me voy más relajada. Yo también opino lo mismo, o tal vez lo exprese así para consolarme, pero su fecha de salida es posible que estuviese marcada. Mi desilusión viene porque él no me hizo caso y fueron varias llamadas de atención; mira que era una buena persona, eso sí, no era hombre de oír consejos, al menos en los temas de salud.
—Cuánto lamento no poder haber hecho algo más. Si le hubiese zarandeado el cuerpo, a lo mejor habría caído en la cuenta del riesgo que corría. Desgraciadamente, no podemos viajar hacia atrás dos semanas.
…continuará…