—Romano, te lo digo con el corazón: solo tengo un deseo muy fuerte que late dentro de mí. Y ese deseo, si de verdad tanto me conoces y tanto me has estudiado, no proviene de la curiosidad sino del amor.
—Lo sé, Martín y como te he observado, te lo voy a aclarar. Para ello, he de hablar de nuevo de la cuestión de los merecimientos. Sé lo que pretendes y me parece una aspiración de lo más justa, pero no puedes hacerlo solo. Y gracias a tu valiente acción de última hora puedes tener y acceder a esa noble aspiración.
—Ya, me lo imaginaba. Por eso te ruego que me ayudes, amigo. Estoy convencido de que mi misión, en estos momentos y en las actuales circunstancias, es esa. Tú antes me dijiste que cualquier cosa se puede hacer por amor.
—Y es cierto. Así es la ley, cuyo principio inspirador es ese que has mencionado. Sin embargo, hay misiones que uno no puede llevar a cabo en soledad.
—Acepto tu aseveración, pero, en ese caso, yo te pregunto: ¿podría contar contigo? ¿Podrías acompañarme? Además, te doy la razón. Dada mi ignorancia, no sabría ni por dónde empezar la búsqueda. Tú me has dado la bienvenida a este nuevo ambiente y te considero como un maestro que guía a su nuevo alumno. Contigo, podría ir adonde nos propusiéramos.
—Parece que tu deseo es sincero y que proviene de una pura motivación.
—Ya lo sabes, Romano. No la pude conocer en mi anterior pasaje por la vida física, no pude recibir su cariño, ni sus abrazos, ni escuchar su voz. Sé que todo obedecía a un plan, que yo nací en unas circunstancias muy difíciles para rescatar mis débitos y acelerar mi transformación; pero, de acuerdo a mi conciencia más íntima, veo que ha llegado el instante perfecto para encontrarme con ella.
—Dios nunca se equivoca, Martín.
—Por eso le pido a Dios que me permita localizarla. Sé que lo que hizo fue horrible, pero la comprendo, porque yo también me sentí tentado a desaparecer del mapa en varias ocasiones; tal era mi desesperación. Puede que se notase débil, superada por los acontecimientos, pero se merece ser hallada por su hijo para que yo pueda abrazarla hasta el infinito. Toda mi fuerza y todo mi valor se volcarán en su búsqueda, como el hijo que de forma natural trata de hallar a su madre a pesar de los obstáculos.
—Por Eva.
—Sí, por Eva. Indícame el camino, Romano, que yo te seguiré adonde sea hasta alcanzarla.
—Quiero que sepas que es una gran prueba para ti, en primer lugar, porque no se halla cerca de aquí.
—Si ella está más o menos lejos, no me importa. Aquí lo que cuenta es mi voluntad por hallarla y de esa, tengo de sobra.
—Bien, pero no te dejes arrastrar por las ilusiones o las falsas expectativas. Las obsesiones no son buenas y las prisas, ya lo sabes, son malas consejeras. Por fortuna, sé de ti, y este deseo que me has mostrado es muy intenso. Ese es ahora mismo tu anhelo: contemplar de nuevo a la persona que te llevó durante nueve meses en su vientre. Bien, nos valdremos de la fuerza de esa enorme voluntad para acometer esta misión. Como comentábamos antes… ¿qué es la vida sino una sucesión de pruebas en pos del progreso?
—¡Qué gran verdad, amigo! Me noto eufórico. Debe ser que mi fe mueve la montaña que habita en mi interior.
—Antes de empezar —dijo Romano con tono de seriedad—. ¿Estás dispuesto a aceptar lo que te encuentres, aunque te resulte desalentador o incluso desagradable? Te lo aviso antes de tiempo para que luego no te enfrentes a sorpresas inesperadas. Siento decirlo, pero no estamos ante un cuento romántico con final feliz.
—Sí, mi aliciente es elevado. Te lo juro.
—Sin duda. Entonces, Martín… ¿preparado para ver a tu madre?
—Por supuesto. En este cementerio donde yacen mis antiguos restos no me queda nada por hacer. Paso página e inicio un nuevo proyecto. Si la vida constituye un fenómeno incesante que debe seguir, que sea conmigo inmerso en esta nueva misión. Quiero contemplar cada rasgo de su rostro y, sobre todo, escucharla y comprenderla, que me cuente cada segundo de su trayectoria sin su hijo.
—De acuerdo; entonces, empecemos. Es por allí, en aquella dirección —afirmó Romano con determinación mientras que señalaba con su índice a un camino que existía a su izquierda.
Después de un buen rato de marcha, comenzó a anochecer.
—Romano, discúlpame.
—Tú dirás —respondió el espíritu mientras que detenía sus pasos.
—Perdona, pero ¿no estás cansado? Necesito reposar y puede que quiera incluso dormir para recuperarme. Ha resultado todo tan repentino y tan agitado que las fuerzas me abandonan.
—¿En serio que estás cansado? Pero… si te has muerto, ya no tienes la excusa de tener que cargar con un cuerpo. Además, esta luna casi llena nos facilitará el trayecto. Yo veo bien… ¿acaso tú no, mi buen amigo?
—Uy, pues ahora que lo dices, tienes mucha razón. Y, sin embargo, estoy que me caigo. ¿Cómo es eso posible?
…continuará…