Transcurrieron unos meses. Se iba a cumplir un año desde aquel día en el que Martín fue derivado desde el hospital psiquiátrico a aquel centro asistencial llamado «Los Girasoles». Muchas cosas habían cambiado desde aquella fecha. Esa mañana, Isabel, la enfermera jubilada que tanto había colaborado con su intervención en la mejoría del joven paciente había quedado con Sergio y con Martín para dar una vuelta por el centro de Madrid. Irían a caminar por las calles más comerciales para luego visitar el Parque del Retiro y dar un paseo en barca en su lago. Después de la interesante excursión, irían a un restaurante para almorzar y pasar un buen rato de charla juntos.
A eso de la una de la tarde aconteció lo imprevisto. No muy lejos de la Puerta del Sol, ese lugar del que dicen que parten todas las carreteras de España, Martín se percató al mirar hacia arriba de que había una niña de unos diez años pidiendo auxilio desde el balcón de un edificio. Los tres pudieron comprobar la realidad del terrible suceso a pesar de que el intenso tráfico apagaba casi en su totalidad la voz de la chica.
Se había desatado un incendio en el interior de ese inmueble de tal modo que la chiquilla, aterrorizada, se había dirigido hasta la pequeña terraza exterior para escapar de las llamas que podían observarse desde el exterior de la calle. Las alternativas de la niña se limitaban a dos: ser devorada por el fuego en unos minutos conforme las llamas llegasen a ese reducido lugar donde se había refugiado o lanzarse hacia el asfalto desde aquella tercera planta, lo que casi aseguraba su muerte por las heridas que sufriría en el impacto.
Ante la angustia creada en aquel lugar y que nadie sabía lo que tardarían los bomberos tras ser avisados, el tiempo iba pasando peligrosamente y las esperanzas de la chiquilla por sobrevivir se iban agotando. De vez en cuando, se levantaba y miraba hacia abajo, pero luego, tras ver la altura a la que se encontraba, desistía de tirarse y se quedaba en cuclillas en una de las esquinas del pequeño balcón.
Tras apretar con fuerza sus ojos hasta cerrarlos, Martín no pudo aguantar más. Tanto le afectó el eco de la niña al gritar desesperada que, de repente, se lanzó a correr hasta alcanzar el portal de la vivienda donde había comenzado el horror. A toda prisa subió los escalones de dos en dos hasta llegar a la tercera planta. Al intentar acceder al piso contempló una escena horrenda. El cuerpo calcinado de una mujer estaba tumbado en el suelo, justo en la entrada de la vivienda y con la puerta medio abierta. Martín intuyó en un instante lo que podría haber sucedido. Aquella mujer, probablemente la madre de la chiquilla, saldría presa de los nervios y huyendo de la casa al darse cuenta de la magnitud del incendio. Sin embargo, en cuanto oyó las peticiones de auxilio y los chillidos de la cría atrapada en el comedor, habría tratado de volver hacia atrás para salvarla. Puede que perdiese el conocimiento al aspirar el humo de la combustión y al asfixiarse se viese envuelta entre las llamas falleciendo en el intento por escapar de aquel infierno.
En esos instantes decisivos, Martín trajo a su memoria la forma de un bulto rojo que había visto en la segunda planta conforme ascendía a toda velocidad. Recordando las imágenes de algunas películas, descendió unos escalones y regresó arriba portando un extintor en sus manos que había descolgado de la pared del edificio. Tras retirarle el pasador de seguridad se dedicó durante unos segundos a aplicar la espuma sobre las llamas sofocando en parte la violencia del incendio. Debía actuar a toda velocidad para tratar de salvar a la pequeña. En unos momentos de frenética actividad el piso se convirtió en un lugar donde el fuego se había apaciguado, pero en una trampa mortal por las sustancias tóxicas que se expandían por el aire.
Al despejarse parcialmente el camino, el joven recorrió medio mareado los escasos metros que le separaban del balcón. Se quitó la camiseta y se la colocó a la pequeña en la boca para que no respirase el tufo a quemado que existía en el salón. Cuando estaba a solo dos metros de la salida, Martín tropezó con algo que había en el suelo y cayó. No tuvo tiempo de hacer nada más; mientras que estaba a punto de perder el conocimiento se fijó en la figura nebulosa de la chiquilla que ya estaba en el rellano de la escalera dispuesta a escapar hacia la calle. Solo se oyó:
—¡Fuera, escapa, sálvate!
Aquellas tres palabras fueron las últimas que se escucharon en el piso. Luego, un silencio inquietante se apoderó del ambiente mientras que se hacía más densa la humareda tremenda de un incendio aún no extinguido. En lo más crítico de la situación, Martín no tuvo la precaución de reptar sobre el suelo para protegerse de respirar las emanaciones tóxicas. La inhalación del humo resultó nefasta. Ya no se despertó. Era como si una compacta niebla se hubiese apoderado de su pensamiento. Los servicios de emergencia que llegaron al cabo de los minutos no pudieron hacer nada por salvar su vida, salvo certificar su muerte. El joven paciente, que después de pasar por innumerables pruebas aspiraba a llevar una existencia normalizada tras un sinfín de incomprensiones, rechazos y falta de afectos, había dicho adiós a la dimensión material completando la acción más hermosa que el destino pueda aplaudir.
Cuando despertó, se sorprendió por la escena que estaba presenciando. Una espesa neblina se había formado en su memoria y, aun así, tuvo la oportunidad de reconocer en el cementerio a sus dos grandes amigos del plano físico: Isabel y Sergio estaban allí, realizando una oración por él y manteniendo el vivo recuerdo de alguien que acababa de ser enterrado tras haber protagonizado el acto más heroico de su existencia.
Como un año después de aquel trágico hecho, Isabel descolgó el teléfono de su casa y se dispuso a llamar a Sergio.
—Ah, eres tú. ¿Cómo estás? —preguntó el psicólogo.
—Perfectamente —contestó la mujer—. Te llamo porque tengo que darte una noticia importante. El espíritu que siempre camina conmigo, Rafael, me ha dado una novedad de la que querrás enterarte.
—Vaya. ¿Y de qué se trata? —dijo el psicólogo con gran curiosidad.
—Pues mira, te lo aclararé: si te vienes por mi casa, se presentará aquí alguien que tú conoces muy bien. ¿Te imaginas quién puede ser?
…continuará…