—Estoy contento por disponer de un cuarto para mí —comentó Martín con gratitud—. Durante mucho tiempo, dormí en una brigada con otros compañeros. Por lo menos, tendré intimidad.
—Sí, pensé que te alegrarías. De todas formas, si en cualquier momento te notas agobiado, pues me lo dices y actuamos. Cuentas con una relativa libertad. Contamos con habitaciones compartidas, la decisión es tuya.
—Vale. Estoy bien así.
—Perfecto. Oye, me han dicho que en el psiquiátrico tenías un mote cuando menos curioso. ¿Es eso cierto?
—Sí, pero no me ha servido de nada.
—¿Servirte? ¿En qué sentido, Martín?
—Para que vieran que yo me había convertido en una persona más madura y responsable. No me acuerdo bien, pero pasé por una etapa en la que me sentía vacío por dentro, como un gran embalse de agua que se ha quedado seco.
—¿Y qué ocurrió?
—Un día pedí un libro de la biblioteca porque me aburría. Tenía una foto de Buda en la portada. No sé por qué me llamó la atención. Nunca me atrajo la idea de leer, pero era tan fino que apenas llegaba a las cien páginas.
—¿Era una biografía de Buda?
—No, mucho mejor; era un resumen de toda su filosofía. Lo bueno es que estaba muy bien explicado, tan bien que lo entendí y eso me sorprendió. Yo no tenía ni idea de que ese señor había existido hacía siglos. Y resulta que el tío había nacido unos seiscientos años antes que Jesucristo y, sin embargo, en comparación con este, es poco conocido.
—Bueno, eso es porque vivimos en un país occidental. Seguro que en Asia le conocen mucho más. Yo sí había oído hablar de él, aunque sin profundizar en su figura.
—Imagínese a mí, un crío al que su familia abandona, que no sabe ni quiénes son sus padres ni si tiene hermanos, moviéndose de niño de un lado hacia otro, sin rumbo, con la única esperanza de que alguien lo adopte, una oportunidad que nunca llegó. Y encima, empiezan a decirme que estoy loco, que nunca me van a acoger en una familia normal.
—Es cierto, he leído todo eso en tu historial. Queda claro que no todos tienen las mismas oportunidades.
—Y no es solo eso. ¿Usted ha conocido alguna vez a alguien que desde los doce años tenga a un tipo indeseable a sus espaldas agobiándole e insultándole?
—No, nunca he conocido a alguien con un Nicasio a su lado. Lo admito.
—Bueno, como le decía, leí ese libro y me cambió la existencia.
—¿Y cómo es eso?
—Porque me obsesioné, porque me explicaba cómo podía librarme de ese malvado que es Nicasio. No siempre funciona, pero ¿te das cuenta de lo que eso significa?
Ante la cara de extrañeza de Sergio, el joven insistió…
—Caramba, Sergio, ¿has estudiado tantos años para esto?
—Oye, joven, no pretenderás que yo lo sepa todo. Como ves, soy un tipo normal y corriente. Además, no dispongo de telepatía.
—Bien, me alegro de que te consideres normal. Tengo un problema, doctor. Si eres tan «corriente» como otros profesionales que me han atendido, entonces, me temo que no vamos a avanzar. Necesitamos que te superes, que nos des algo más de lo acostumbrado. En caso contrario, caeremos en el estancamiento y eso a mí, no me conviene.
El psicólogo, en vez de molestarse por el comentario, aprovechó aquella ocasión para tratar de profundizar en una relación terapéutica que empezaba a apuntar buenas maneras. Era cuestión de tomar confianza con aquel extraño paciente.
—Perdona, ¿por qué has hablado en plural? ¿A qué te refieres con «necesitaremos»?
—¿De verdad que hablo así? Seguro que es una trampa de Nicasio. Me ha fastidiado tanto que parece que vivimos juntos. Qué confusión, Dios mío, si yo lo que deseo es desprenderme para siempre de él.
—Sí, de eso ya me he dado cuenta.
—Como le contaba, una vez que acabé con «Introducción al budismo», que así se titulaba la obra, le dije al director que esas lecturas me venían muy bien porque me relajaban y me bajaban la agresividad. Si estudia mis antecedentes, cuando aparecía de la nada mi «amigo», yo sufría de crisis violentas. Me ponía a lanzar patadas o incluso arrojaba objetos. Era mi forma particular de protestar por lo que me estaba pasando. Cuando le comentaba eso a los celadores, me ponían unas sonrisitas en sus caras como diciéndome que eso eran inventos míos y que yo estaba fatal de la cabeza. La verdad es que no sé si se burlaban de mí o si, simplemente, aquello les parecía una auténtica locura y se reían porque no entendían nada. A veces, arremetí contra alguno de ellos porque no me quedaba más remedio. Me provocaban con sus comentarios hirientes acerca de mi locura y eso me cabreaba aún más. Ya bastante tenía con Nicasio como para encima tener que aguantar sus estupideces. Tú le puedes explicar a alguien para qué sirve una cuchara, pero cuando lo has hecho más de cien veces, pues qué quiere que le diga: mi respuesta era agresiva. No hay nada peor en la vida que no sentirse comprendido, porque me entra una malaleche en la sangre que ataco a quien se ponga por medio. Y no es porque esté chiflado, sino porque ellos no hacen el menor esfuerzo por ponerse en mi lugar.
—Ya, me imagino.
—Al final, siempre terminaba igual. Los celadores llamaban por teléfono y al poco, alguien con una bata blanca llegaba y me ponían una inyección.
…continuará…