ESQUIZOFRENIA (8) Profundizando

—Lo siento, señor —contestó con retraimiento Eva—. Perdone por mi actitud, pero esta noche me siento algo inquieta. Sin embargo, cumpliré con mi trabajo. Hay que ser profesional. Lo que pasa es que percibo que usted es alguien, alguien… bastante especial. Se lo confieso: no tiene usted el perfil del típico hombre que acude aquí a estar con una mujer. ¿Me perdona la confianza, don Armando?

—Claro que sí, chiquilla; relájate, si tienes un aspecto celestial. Y en cuanto a los otros clientes, pues supongo que vendrán hasta aquí con sus historias y cada uno por un motivo distinto. Hay personas que se ven y resultan muy diferentes y otras, que nada más encontrarse, digamos que conectan. Oye, que tú y yo parece que tenemos afinidad. Me he percatado en cuanto te he visto bajando esas escaleras.

—Muy amable por su parte. Es agradable escuchar eso en este trabajo. No es lo habitual ¿sabe? Uy, qué ansiedad. ¿Podría llenarme la copa de nuevo?

—Claro, pero bebe con un poco de calma. A ver si te va a sentar mal y vamos a tener que suspender nuestra presentación, je, je.

—Eso es imposible, señor.

—¿Imposible? ¿Tanto aguantas el alcohol siendo una chica tan joven?

—Digamos que es mi trabajo y aquí, salvo que te mueras, no es probable cancelar una cita. Estoy acostumbrada, señor. Además, para romper el hielo con el cliente siempre es bueno entrar un poco en calor y para eso, nada mejor que el champagne.

—Sí, te entiendo. Es una rutina bien ensayada y exitosa.

—Claro. Don Armando… ¿podría hacerle una sugerencia?

—Espero que sea honesta, ja, ja, ja…

—De lo más honesta, señor. No pretendo molestarle, pero la Madame ya me ha echado una mirada de las suyas, de esas que yo considero como fulminante. Ya que tenemos confianza desde el primer segundo, por eso se lo he dicho.

—¿Y qué se supone que ocurre con eso?

—Pues que resultaría conveniente subir a la habitación. No quiero problemas luego. Que conste que es usted el primer cliente al que le he contado esta intimidad. Por favor, no me delate.

—Vale. Si tú lo dices, tus razones tendrás. No voy a predisponerte en contra de tu jefa. Además, ella ha tenido una magnífica idea al recomendarme tu compañía. No pretendo ser desagradecido con Giselle.

—Aquí se es muy exigente con las chicas. No se lo puede usted ni imaginar. Basta solo una mirada de la Madame para que nos echemos a temblar. Y por desgracia, no hay más que trabajar bien si queremos comer.

—Caramba, qué presión, aunque me lo suponía. Este tipo de negocios va en función de los clientes que repiten y de que se sumen otros nuevos. De hecho, a mí me ha pasado justo eso. Es mi primera vez, pero quise probar porque un amigo me lo recomendó. Y por ahora, creo que he tomado la mejor decisión. Debe ser un tanto agobiante para ti.

—Sí, dicen que el ser humano dispone de libertad, pero creo que, para la mayoría, las circunstancias son las que determinan sus condiciones de vida.

—Es cierto, no tenéis a nadie que os defienda ni un sindicato que os apoye.

—Don Armando, usted sabe bien que la lucha sindical está prohibida en España. En cualquier caso, yo estaba reflexionado en voz alta, lo cual puede ser un error en estos tiempos. ¿Ve? Le acabo de conocer y no lo puedo evitar, me desahogo con usted y le hablo de cosas que a nadie le interesa y que incluso me pueden perjudicar. Es extraño, pero es como si le conociera desde mi infancia. Por eso confío en su discreción.

—Ja, ja, claro que sí. Tranquila, Eva, seré una tumba. Tu Madame no sabrá nada de nuestra conversación. Quién sabe si no nos hemos cruzado por alguna calle de Madrid en alguna ocasión, aunque yo te doblo en años.

—Pues sí, el destino manda.

—Por cierto, no te he preguntado por tu edad. Ya sé que no es importante, pero has despertado mi curiosidad, te lo juro.

—Espero que no me vea mayor de lo que soy.

—En absoluto, solo pretendo que me digas que tienes más de dieciocho.

—Está bien. Siendo un poco refinada le diré que ya he cumplido veinte primaveras.

—Genial. Oye, ¿por qué me coges la mano? No puedo alzar mi copa para brindar por esa juventud.

—Adivine; es una señal para que nos vayamos arriba. De veras, no me siento aquí cómoda con la Madame observándome. No mire, pero está detrás de la barra y no me quita el ojo. Es que no nos pierde detalle. Seguro que se está muriendo de curiosidad por saber de lo que hablamos. Verá, sus ojos pueden traducirle hasta el pensamiento. Seguro que mañana, cuando nos despertemos, nos lee la cartilla a todas las chicas. Y a veces, hasta nos interroga la misma noche. Depende de lo que ella haya visto. No sé cómo denominar esa obsesión, pero parece una profesora que está evaluando continuamente el desempeño de sus alumnas. ¿Nos vamos a la habitación, señor? Se lo ruego.

—De acuerdo. Subamos pues.

…continuará…

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