—Es muy hermoso todo eso que cuentas —añadió Martín—, pero me temo que ese tipo de ciudad no existe por aquí ni tampoco ese tipo de diálogos basado en la categoría moral avanzada de ese espíritu llamado Rafael. Yo me conformaría con que toda esa felicidad que experimentaste sirviera para acabar con tus espantosas visitas y ese terrible acoso al que me sometías desde mi pubertad. Gracias a Dios, apareció por «Los Girasoles» esa bendita mujer de nombre Isabel.
—Exacto. ¿Lo comprendes ahora, Martín? ¿Te das cuenta de por qué hoy he acudido hasta aquí en son de paz?
—Entonces… ¿ya no más venganzas? ¿Ya no más desquites ni inquinas personales? ¿Se acabaron los rencores de un pasado que tú siempre convertías en presente? —expresó el joven con brillo en sus ojos.
—Así es y así será, mi buen amigo. Tú me pediste sinceras disculpas desde el corazón por todo el mal que me habías causado y yo, tras las oportunas explicaciones de Rafael y ese proyecto de futuro que él mismo me ha ofrecido, ya no contemplo la animadversión como el eje de mi existencia sino la indulgencia como la herramienta primordial de mi corazón. Es que… desde esa ciudad se ve todo tan distinto y he comprendido tantas cosas que antes ignoraba. Mi perspectiva es ahora tan diferente que aún no sé por qué me apegué a ti y a mi odio durante tanto tiempo. Tenía que pasar por esa etapa y ya está. Ahora he descorrido las cortinas de mi ceguera y quiero abrazar la luz para inundar mi alma de ella.
—Dios mío, no sabes la noticia que me estás dando. En otros momentos no te habría creído, Nicasio; solo habría pensado que te estabas regodeando de mí para luego volver a tu rabia y a tu aversión hacia mí. Y, sin embargo, hoy percibo en mí una voz interior que me indica que estás siendo leal y honrado con tus bellas palabras, que no hay mentira cuando el corazón habla con el verbo del amor. Amigo, junto mis manos en señal de agradecimiento y también por el fin de esta pesadilla —expuso Martín mientras que se arrodillaba—. Que Dios nos bendiga y que tu vida y la mía discurran desde este instante por el sendero del respeto y del afecto mutuo.
—Así es, hermano. Ahora ya lo sabes. Si algún día acudo a tu presencia lo haré desde la alegría y la consideración. Basta ya de reproches y de enemistades. Todo eso terminó, hay que dejarlo atrás. Verdaderamente, yo seguía atrapado en un mundo que ya no era el mío y me mantenía agarrado a un sentimiento, a ese resquemor que jamás puede conducir a algo bueno. Solo estaba obsesionado en devolverte el daño que me habías ocasionado. Rafael, con su inteligente mensaje, me desnudó de ese odio y me hizo contemplar la verdad. Entendí la estupidez de seguir con ese desasosiego. Ya no pretendo continuar vivo para malgastar mi tiempo en obstinaciones sino para transformarme, porque he comprobado que en ese cambio interior que necesitaba se aloja la auténtica felicidad que tanto añoro. Me he desvestido de los ropajes de la amargura; ahora solo aspiro a llevar encima una simple túnica blanca donde la claridad del amor se refleje desde mi interior.
—Tu alegría es mi alegría, así como tu regocijo, Nicasio. No sé quién de los dos se halla ahora más satisfecho. Comparto tu emoción de júbilo, te lo aseguro. A partir de hoy, será por el bien de ambos. Yo seguiré aquí, pero cuando me mire en el espejo tendré otro rostro y todo lo que me has contado constituirá una verdadera lección de vida para mí y tú te alojarás en tu nuevo mundo como un ser reconstruido y feliz.
—Confirmo esa respuesta que te sale del corazón, Martín. Y, aun así, no olvides que me resta confesar lo más grandioso de toda esta historia.
—¿Cómo es posible? ¿Puede existir algo aún más hermoso que la experiencia que me acabas de contar? Si ya te has liberado del ánimo de venganza y yo de la tortura que sufría… ¿Tanta alegría se vive en esa ciudad?
—Sí, Martín; aún hay más. Cuando el bueno de Rafael terminó con su discurso de claridad, me habló de alguien que me visitaría y que reforzaría mi intención por cambiar mi actitud para siempre. Después de caminar durante un rato, ambos llegamos a un parque inmensamente verde, con un lago en su centro que reflejaba en sus aguas el azul del cielo. Tal era su belleza que me relajé aún más y la esperanza envolvió los pliegues de mi ser. Aquel sabio espíritu me indicó que aguardase unos instantes, que pronto aparecería por allí la figura de alguien que fortalecería mi voluntad de transformación, que me serviría de apoyo para mis nuevos proyectos de reajuste.
—¡Dios mío, no es posible tanta coincidencia!
—Sí, que lo es, Martín. Esa gente hace las cosas a conciencia y no se olvidan de ningún detalle. Sé que lo has intuido porque en estos momentos te hallas en perfecta sintonía con mi pensamiento. Cuando yo vi a lo lejos aproximarse a aquella silueta luminosa no cabía en mí de gozo. Es imposible compararlo con cualquier percepción que se tenga en el mundo material de las formas y la carne. De repente, un arsenal de recuerdos inundó mi mente hasta abarcar todos los rincones disponibles de mi alma.
—¡Carmen! —expresó el joven con voz temblorosa, pero serena—. Ella te ofreció la más maravillosa de las bienvenidas.
—Tú lo has dicho. Así fue. No pude controlar mis lágrimas y la emoción que me envolvía. Era como retornar a tantos sentimientos gozosos del pasado… pero haciéndose presentes. Solo tuve tiempo de escuchar las palabras de Rafael que me decía: «disfruta, querido amigo, no hay nada imposible para el amor de Dios que hasta el tiempo obedece a su voluntad». Aquello no era un sueño, se trataba de la experiencia más dichosa de mi memoria. Aceleré el paso como un chiquillo y por fin, pude fundirme en un abrazo inmortal con mi amada Carmen, con aquella criatura a la que me unían el cariño y la ternura. Martín, no hay palabras para describir aquello; habría que inventarlas y no servirían la de todos los libros de tu mundo. Lo que sentimos resultó inenarrable, una muestra más de aquel bienaventurado lugar al que Rafael me había conducido para habitar allí. Imposible describir todas las cosas que nos contamos, todos los sentimientos que brotaban por la piel de nuestras almas, nuestras miradas, nuestras sonrisas, absolutamente todo. Tras haberme reunido con ese ángel que era ella… ¿cómo no hacer mil promesas por cambiar? ¿Cómo no olvidar las penalidades de lo que había sido mi camino hasta el viaje a esa ciudad y dar gracias eternas por mi encuentro dichoso con Carmen?
…continuará…