De pronto, se produjo un largo silencio. Isabel avisó con sus manos a los profesionales, transmitiéndoles que luego les explicaría todo lo que estaba sucediendo en aquella habitación. El lloro compungido de Martín llenó de un sonido extraño la escena. No existía forma de consolarlo hasta que, pasados unos minutos, el joven comenzó a hablar…
—Lo siento, lo siento muchísimo, Nicasio. Te pido perdón desde mi alma. En verdad, mi orgullo me ha impedido admitir mis faltas hasta este momento. No quería disculparme porque era como reconocer que durante una vida me equivoqué, que yo era un vulgar asesino que había logrado eliminarte sin mirarte a la cara. Lo acepto, cómo no. Fui un criminal que se aprovechó de su situación para robarte con impunidad. Y te quité lo que tú más querías. Lo sabes ¿no? Yo también la deseaba y te la arrebaté por la fuerza bruta. Te dejé sin tu posesión más preciada. Fue mi responsabilidad, esa huella grabada en la historia de las infamias que hasta un niño podría entender tu reacción. Si esperaste medio siglo para venir a pedirme explicaciones es porque lo que hice no tuvo nombre. Es tan difícil revisar el pasado, juzgar con objetividad la maldad de mi conducta…
Martín se calló durante unos segundos y de nuevo, quedándose pensativo, volvió a arrodillarse y juntando sus dos manos, empezó a llorar desconsoladamente…
—Lo siento de corazón. Entiendo que toda esa perversidad de la que hice gala haya recaído sobre mí, por mi absurdo egoísmo; por eso confieso que obré mal, muy mal. No me extraña que mi pobre madre me abandonase, que no conociese nunca a mi padre y que la vida me haya tratado siempre de una manera tan cruel. Como este señor tan ilustrado que acompaña a Isabel dijo antes, quizá todo lo que he soportado ha resultado el pago justo por mi actitud deplorable. Por mi ceguera, por mi desmesurada ambición, le quité a Nicasio su bien más preciado: su propia vida. ¿Quién era yo para hacer eso? Jamás lo quise reconocer y ahora, han traído del cielo a uno de sus emisarios para que yo pueda entender las cosas más esenciales de la existencia. Mi actitud no tiene perdón y el daño que infligí fue irreparable. Nicasio… si puedo hacer algo por ti, pídeme lo que quieras. Mi arrepentimiento es sincero, te lo aseguro. Solo anhelo tu perdón porque es así como lo siento dentro de mí.
—Tranquilo, Martín. Él te ha escuchado y trata de entender tu mensaje. Aún es pronto, hará falta que vaya asumiendo el valor de tu gesto. Yo te ayudaré; porque he observado en ti una auténtica motivación por obtener su perdón y por hacer las paces. Suele ocurrir; creemos que, al morir, todo se olvida y esa es una falsa impresión porque la vida no posee límites, es un continuo que empieza para no acabar nunca. Y las consecuencias pueden alargarse durante años o siglos. Permanece atento, pues el plazo de tu prueba se acerca a su fin, pero este acto resultaba del todo necesario. Por eso hemos llegado a esta circunstancia y a este episodio de conciliación. Si me lo permites, te daré un consejo.
—Lo que usted me indique, señor Rafael. Me siento tan ansioso y al mismo tiempo tan emocionado que no sé ni lo que hacer, salvo seguir sus sugerencias.
—Muy bien, amigo. Ahora, depositaré mi mano sobre tu cabeza —expresó el espíritu—. En breve, apreciarás los efectos calmantes de mi energía.
Un minuto después…
—Estoy mucho mejor. La marejada de mis emociones está en calma. Qué gran alivio. Señor, ¿me permitiría darle un abrazo? Creo que lo necesito.
—Claro, hombre. ¿Ves cómo el amor acrecienta la serenidad en tu alma? Hay que saber perdonar y dejarse perdonar; para ello, es requisito previo admitir tu responsabilidad en aquellos hechos horribles que tú mismo provocaste.
—Sí, don Rafael. Es cierto. Dios bendiga a esta mujer por haberle traído a mi presencia. No sabe cuánto me alegro de haberle conocido.
—Yo también, hermano.
—Discúlpeme, pero ¿qué va a ocurrir con Nicasio? Por favor, se lo ruego; después de lo acontecido hoy no soportaría volver a sentir su rencor sobre mi figura. Sería un gran paso atrás.
—Calma, Martín. El hecho de tu arrepentimiento, de tu petición diáfana de perdón, potenciará el que os vayáis desligando de ese resquemor por tantos años cultivado. Me encargaré de hablar con él cuando se halle en condiciones para recordarle tu confesión y tus sinceras disculpas. Si algún día se apareciese en tu camino, solo tendrías que reiterar lo que has expuesto hoy y transmitírselo desde lo más profundo de tu corazón. Ese es mi consejo.
—Por supuesto. Lo he entendido a la perfección. Mi compromiso es total —admitió el joven Martín con lágrimas en sus ojos.
Tras producirse entre las dos dimensiones el abrazo más emotivo en mucho tiempo, a una señal de Rafael…
—Bien —intervino Isabel—. Ahora que habéis presenciado esta escena tan impactante, vamos con la segunda parte de esta historia que os revelaré tal y como me ha recomendado Rafael.
—Qué bien —admitió Sergio—. No podría volver a casa sin conocer el fin de todo este relato. Es apasionante, amiga.
—Me sumo a tu sana curiosidad —aceptó alegre el director de «Los girasoles».
—Veamos. Nos situamos en los años treinta. Nicasio Fernández era un joven que pretendía labrarse un buen futuro. Con esfuerzo y con la ayuda de sus padres logró abrir en la localidad de Talavera de la Reina una sastrería, que era su oficio preferido. Le encantaba ese mundillo y tenía una buena mano para confeccionar excelentes trajes para su clientela masculina y vestidos a la moda para las mujeres de la época. Una vez superadas las dificultades iniciales que todo negocio conlleva en su apertura, la tienda comenzó a funcionar bien y la relación con su novia de toda la vida, Carmen Arias, se fue afianzando apuntando a un mañana prometedor. Cuando la pareja se hacía las mejores ilusiones y soñaban con sus proyectos vitales ligados a la formación de una familia, estalla la guerra en 1936, lo que altera por completo sus planes.
…continuará…