—¿Y cómo son esos ataques como para que te dejen exhausto?
—Desconozco el grado de atención que usted me prestó ayer. Ese señor no puede agredirme, pero creo que sabe, que la tortura física no es la única que produce dolor y deja señales. Una presión psicológica puede ser mucho peor a la hora de derribar la dignidad de una criatura. Me parece increíble que, después de varias sesiones de preguntas conmigo, yo tenga aún que explicarle lo que me ocurre, y menos entiendo que, habiéndome visto y estudiado multitud de doctores y especialistas, todavía ninguno me entienda. Estoy harto de la incomprensión, de la inutilidad de la salud mental en este país. ¿Por qué nadie acierta conmigo a la hora de establecer un diagnóstico y su tratamiento? ¿Será posible que aún se dé este fenómeno ahora que estamos acabando con el siglo XX?
—Ojalá yo pudiera entrar en lo más recóndito de tu mente para saberlo. Te lo aseguro, Martín.
—Me temo que eso va a resultar inviable, psicólogo. Debe ser un castigo que me ha sido impuesto, imposible de compartir hasta para quienes se encargan de investigar las cabezas ajenas, incluso para usted.
—Mira, esta situación no me gusta nada. Parece que estoy hablando con un animal enjaulado que me va a morder en cualquier momento. Le voy a decir al celador que me abra, pero solo si me garantizas que la agresividad ya se acabó, así como todas esas amenazas propias de alguien que se deja invadir por la rabia y el resentimiento.
—Yo le prometo a usted lo que me pide, pero, por favor, que me quiten esta camisa que no me permite respirar bien. No estoy endemoniado ni tampoco soy un animal salvaje. Le doy mi palabra de honor de que no me pondré agresivo. Créame o no avanzaremos.
Con mucha tensión en el ambiente, dado lo acontecido en la jornada anterior, los dos celadores penetraron en la habitación y con mucha precaución, le quitaron a Martín la camisa. Mientras tanto, Sergio se situó como a unos tres metros de distancia del joven, por si acaso. Los dos vigilantes se quedaron allí, para evitar cualquier reacción violenta.
—¿Ve? Ya estoy libre. Ya soy persona. Tranquilícese. Le he dado mi palabra y eso es lo más sagrado que posee una persona. ¿Le puede usted decir a estos señores que se aparten un poco de mí? Caramba, que no le voy a dar una dentellada a nadie. Creo que, como paciente de esta casa, me merezco un respeto.
—Veamos, Martín. Te ha llegado la hora de demostrar todo eso de lo que alardeas del respeto y la dignidad. Lo van a hacer, pero si te lanzas sobre mí, a mí me saldrá caro, pero a ti mucho más. Volverás al psiquiátrico de forma inmediata y todo esto con lo que hemos trabajado será tiempo perdido. Y aunque seas joven, tengo la impresión de que ya no quieres perder más tiempo en tu vida. Venga, vamos a charlar de persona a persona. ¿Estás de acuerdo?
—Será un placer, señor psicólogo.
Mientras que Martín permanecía sentado en la cama, moviendo su tronco para desentumecerse, Sergio se colocó a una distancia prudencial sobre una silla de plástico que se utilizaba para que no pudiera ser empleada como arma arrojadiza.
—Vale. Lo primero es lo primero. ¿Dónde se encuentra ahora mismo Nicasio? ¿Acaso se ha tomado un descanso? Me gustaría conocer tu versión.
—Ja, ja… ojalá todo fuese tan fácil. ¿De veras que quiere saber lo que está haciendo ese desgraciado?
—Pues sí. Quiero saber si está aquí y en caso afirmativo, lo que está haciendo.
—Pues es obvio, señor. Le está observando. Pretende conocerle de «cerca». No deseo asustarle, pero se halla justamente a su lado moviendo su cabeza y mirándole desde varias perspectivas. Se lo está tomando como un juego.
—Vale —afirmó un nervioso Sergio—. Y ¿te dice algo sobre mí?
—Dice que le haga caso a su esposa.
—¿A mi esposa? ¿Qué tiene ella que ver en todo esto?
—Él estuvo ayer en su casa y fue testigo de la conversación que mantuvieron ustedes.
—Un momento, Martín. ¿Y cómo es eso posible?
—Claro que es posible. A este señor le encanta estar cerca de mí para joderme la vida, pero eso no le quita que pueda escapar de aquí y darse una vuelta por otros lugares. En otras palabras, que puede violarle su intimidad, al igual que hace conmigo.
—Esto es inaudito. ¿Puede existir un ser con esas características?
—Me temo que sí. Sin duda.
—Perdona que desconfíe. No pongo en duda tu palabra, pero es que…
—Sergio, tenga cuidado, que está a sus espaldas. Yo no me fiaría nada de ese sujeto. Además, está poniendo un gesto de contrariedad. Creo que es porque usted está dudando de su existencia. Me parece que no le cae muy simpático. Por favor, sea prudente y mida su lengua si no quiere que…
De repente, algo sucedió. Se oyó como el chasquido de un látigo y sin posibilidad de huida, la figura del psicólogo fue proyectada hacia atrás, como si hubiese recibido un golpe en sus hombros que le hubiese impactado tirándole de la silla. Los dos celadores que presenciaron los hechos se quedaron inmovilizados, sin saber qué hacer. Estaban preparados para reaccionar ante cualquier gesto violento de Martín, pero no ante lo sucedido, un supuesto ataque de una hipotética forma invisible que andaba por allí y que no resultaba precisamente amistosa. Rápidamente, ambos se dispusieron a ayudar a Sergio…
…continuará…