—Por cierto, Eva —añadió la Madame con una sonrisa irónica—. Antes de retirarte, quiero que sepas algo. Como es obvio y después de tu regreso, empezarás desde abajo. En otras palabras, serás la última de tus compañeras. No quise hacer cambios en tu antigua habitación, por mantener un grato recuerdo de tu paso por aquí desde que eras una cría y aún vivía tu madre. Qué rabia me produce haberte dado tantos consejos para nada. En fin, ahora enfréntate a los efectos de tus estúpidas decisiones. Espero que hayas aprendido que no debes dejarte arrastrar por tus impulsos. Mira cómo te ves ahora. Venga, desaparece de mi vista.
—Oui, Madame. Lo voy a tener muy en cuenta.
—Ah, se me olvidaba. Oí antes a Jessica hacer referencia a un niño. ¿Es lo que me imagino? ¿Qué pasa con tu bebé? ¿Se lo has entregado a su padre? ¿Lo has abandonado en el basurero municipal? Maldita sea, ¿por qué no se te ocurrió abortar?
—Pero, Madame… ¿cómo sabía usted que ella se estaba refiriendo a mi hijo? Si yo no le he dicho nada.
—Estúpida, yo me entero de las cosas hasta antes de que sucedan. Una de las chicas te vio pasear por Madrid cuando ya tenías una barriga considerable. Además, cuando oí tus golpes en la puerta me desperté y luego me quedé escuchando en la escalera. Si yo no me preocupo por lo que pasa en mi negocio, ¿quién crees que lo va a hacer? No te puedes fiar ni de tu propia sombra. Venga, dime: ¿dónde está el crío?
—Eso no será ningún problema, Madame. Se lo entregué a las monjas de un convento. Seguro que sabrán cuidar de él.
—Ja, ja, claro que sí. Idiota, estamos en los setenta. Ya no son los tiempos de la posguerra donde había casi más niños huérfanos que con padres. Ahora, las hermanitas no cargan con ese peso. Se lo entregarán a los de Auxilio Social y luego, tratarán de colocarlo en alguna familia que desee adoptar. Tal vez tu niño tenga suerte de dar con gente honrada o tal vez no. Qui le sait?
Tras quedarse durante unos segundos con la mirada perdida y pensativa, Giselle reaccionó…
—Bueno, será mejor así. Será duro para ti no saber nada de tu criatura, pero será mejor que ese pobre no te moleste. Nunca podrías ser una buena puta con un hijo a tu cargo. Si alguna vez lo viese por aquí o supiese de que te has interesado por él… mejor que no lo hagas. Ese mismo día, te echaría a la calle y, además, te denunciaría ante la Policía por haber abandonado a ese pobre desgraciado en un convento.
—Lo he entendido, Madame.
—¿Y qué es de ese canalla? Me refiero a ese chulo que se cree que puede comprar el mundo con sus billetes.
—No sé nada de él, Madame. Me echó de su casa hace meses y no he vuelto a verle. Aunque lo pensé, nunca me he atrevido a llamarle. Creo que eso supondría una catástrofe por todos los recuerdos que me traería a mi cabeza.
—Ya. Menudo sinvergüenza. Espero que nunca más te vuelvas a cruzar con él. Sería tu ruina.
Giselle abrió de repente la puerta de su despacho y con un fuerte vozarrón gritó:
—Jessica, sube ahora mismo. Sé que estás abajo esperando.
—Oui, Madame. Subo ahora mismo.
—Anda, agarra a esta piltrafa de persona y que se acueste en su antigua habitación. Mírala, la muy orgullosa. No es capaz ni de mantenerse en pie. No tendría fuerzas ni para copular. Y así no me sirve. Atenta a la lección, Jessica. Más vale una buena paliza a tiempo que luego, con los años, arrepentirte por no habérsela dado. Guarda ese dato en tu memoria, muchacha. ¿Crees que dirijo «Le Paradis» por ser una buena persona? Y ya ves, no debo ser tan mala, porque he recogido a este despojo de mujer para que no se quede como una vulgar mendiga en la calle. Venga, desapareced de mi vista. ¡Me dais náuseas!
Dos semanas después, sucedió algo que nadie esperaba. Aquel viernes, el local estaba lleno a rebosar. Con la llegada del fin de semana y las temperaturas algo más agradables, parecía que muchos caballeros de la capital querían desfogar sus impulsos en «Le Paradis». Cuando todas las chicas estaban ocupadas, apareció por allí un cincuentón que, por su aspecto, podía permitirse el lujo de pedir lo que se le antojase, pues se le concedería con total seguridad. Ante la situación, incluso Giselle se agobió.
Aquel señor se dirigió directamente a la Madame, pues frecuentaba aquel negocio y era uno de los clientes más distinguidos. Como resultaba habitual, pretendía una buena recomendación por parte de la dueña para saciar sus apetitos más sensuales. Temiendo no poder satisfacer las exigencias de tan afamado caballero, al estar ocupadas todas sus prostitutas, Giselle optó por tomar una decisión extrema.
—Don Antonio, lo siento muchísimo, pero deberá usted esperar, aunque sea unos minutos.
—Eso no podrá ser, Madame. Aunque no lo parezca, esta noche tengo prisa y si por las razones que sean usted no me puede proporcionar a una de sus señoritas, no tendré problema en acudir a la competencia. Lo lamentaré por la confianza que tenemos, pero ya ve usted que no me queda más remedio. Además, esperar no es lo mío. Con los años, se me ha desarrollado la impaciencia.
—Por favor, no lo haga, señor. Un momento, déjeme pensar, que, ante las dificultades, esta que usted ve, se crece. Aguarde un instante y siéntese en nuestra mejor mesa. Mientras tanto, la casa le invita a champagne, Monsieur.
—¿De veras?
—Sí, es que era una sorpresa. Lo mejor solo se reserva para el cliente más distinguido. Ahora mismo, le presentaré a la chica más excelsa de la casa, a la que solo utilizo en las ocasiones más especiales. Quedará encantado, se lo garantizo. Voy a buscarla, don Antonio.
—Eso espero. Usted ya me conoce y sabe también de mis generosas propinas. Por tanto… —afirmó el hombre con una gran sonrisa en sus labios mientras que movía sus dedos como si estuviese contando billetes.
…continuará…