ESQUIZOFRENIA (61) Un psicólogo en peligro

—No es una cuestión para tomarla en broma y yo la asumo muy en serio, Martín.

—¿Y qué quiere que yo haga, psicólogo? ¿Pretende que me eche a llorar y que haga un drama de todo esto? Sé de alguien que se pondría muy contento si yo tirase la toalla. No pienso rebajarme a sus intenciones.

—Debo asegurarme de que te estás refiriendo a los propósitos de Nicasio.

—Cómo no. Ese tipo no podía faltar en esta historia tan revuelta. ¿No querrá que me invente a un personaje, le dé vida y le llame precisamente Nicasio? Eso sería la muestra más retorcida de su desconfianza hacia mí, doctor.

—No desconfío de ti. Como he afirmado antes, cada vez tengo más indicios de que lo que me cuentas es verdad.

—¿Acaso duda de mi relato? ¿Acaso cree que ese señor tan retorcido es alguien que se proyecta en mi mente como si fuese otra parte de mi yo? —preguntó visiblemente molesto el joven.

—No por Dios, para nada.

—Entonces, he de aclarárselo de nuevo, aunque sea a costa de ser un pesado. El hecho de que usted no pueda percibirlo con su vista o sus orejas no implica que él no exista. ¿Queda claro? ¿Es consciente de ello?

—Tranquilo, Martín. Solo has de entender algo: por muy empático que yo quiera ser contigo, hay una realidad. Cualquier profesional en mi lugar, al no ver ni oír nada, pensaría que esto es una invención de una mente perturbada. Y, sin embargo, yo te otorgo el poder de que me lo expliques tal como tú lo estás haciendo. Te ruego un poco de comprensión hacia mi postura.

De repente y por sorpresa, Martín se incorporó del zafu donde se hallaba sentado y apretando sus dientes con fuerza agarró del cuello a Sergio y empujándolo contra la pared, lo levantó del suelo como unos treinta centímetros. La reacción de miedo del profesional ante el ataque incomprensible de aquel energúmeno fue intensa. Viendo peligrar su integridad física y a duras penas, sin poder liberar su garganta de la presión ejercida, el psicólogo trató de pedir ayuda…

—¡Auxilio… socorro! —se escuchó en un tono bajo la voz de Sergio, no lo suficiente como para ser oído con la debida claridad.

En aquellos instantes cruciales, el instinto y la intuición por tantos años de trabajo desarrollados por Adolfo hicieron acto de presencia. Escamado por el inusual silencio que captaba en el ambiente, todas las alarmas se encendieron en su cabeza. En unos segundos, se escucharon unos pasos rápidos por el pasillo. Penetrando Adolfo en la habitación se hizo cargo de la situación.

—Pero, ¿será posible? ¡Maldito chiflado, suelta ahora mismo al doctor! ¿No te das cuenta de que lo vas a asfixiar? —exclamó con autoridad el celador—. Déjalo ya o te arranco los brazos. Tú decides.

—Eso, eso. ¡Pelea, pelea…! Qué bien, no sabía que iba disfrutar tanto con el espectáculo —afirmó Nicasio mientras que se mofaba de la situación—. No puedo más, hacía tiempo que no me reía tanto. Este chico ha tirado por la borda en un minuto todo el trabajo que ha realizado en los días anteriores. Ja, ja, ha merecido la pena esperar.

Inmediatamente, el paciente miró con desprecio tanto al psicólogo como al celador. Fue así como soltó con asco la figura de un sudoroso Sergio que en cuanto se vio en el suelo se llevó su mano al cuello y empezó a toser y a aspirar grandes bocanadas de aire. Sin embargo, la respuesta contundente de Adolfo no se hizo esperar. Este golpeó con la fuerza de su porra en las piernas de Martín que, chillando y retorciéndose de dolor en el suelo, se llevó sus brazos a la cabeza como intentando proteger sus partes más vulnerables del posible castigo del vigilante.

—Venga, imbécil, ponte de pie contra la pared y las manos en la espalda. Cuidadito con moverte. A la más mínima esta vez te abro la cabeza. No te lo repetiré.

Tras avisar por el transmisor que llevaba, al poco otro celador apareció por la habitación y le colocó con urgencia una camisa de fuerza a Martín. La situación se volvio más calmada y lo peor del incidente parecía haber pasado.

—Venga, desgraciado. Te has ganado a pulso estar un buen rato en aislamiento —indicó Adolfo—. Tranquilo chaval, que tendrás para ti una magnífica habitación acolchada con un cagadero y una cama. ¿Para qué ibas a necesitar más? Ya dirá el psiquiatra cuando regrese cuánto tiempo estarás solito meditando sobre tus locuras. Anda, Antonio, quédate con el doctor mientras se recupera.

—¿Le ayudo a incorporarse, Sergio? —preguntó el trabajador.

—No, tranquilo, creo que puedo moverme por mi cuenta. Lo que sí voy es a beber un vaso de agua para quitarme el susto de encima.

—De esta gente no puede uno fiarse ni un pelo —comentó Antonio—. En cuanto bajamos la guardia, zasca, ocurre lo inesperado. Se la ha jugado, doctor. Con todo el respeto, pero debe ser usted más prudente en el futuro. Ese tío está fatal y me parece a mí que se pone violento cuando se le lleva la contraria. Solo hay que observarlo de arriba a abajo para saber que con él hay que mantener las distancias. Con estos majaretas hay que extremar la cautela o las consecuencias pueden ser indeseables. ¡Menudo «regalito» que nos han colado desde el psiquiátrico!

—Tiene razón, amigo. Me he confiado y soy el primero en lamentarlo. Les he dado trabajo a ustedes y he arriesgado mi vida. Le juro que, por más que lo intentaba, ya casi ni podía respirar. Menuda energía tiene este chico con lo delgado que está. He debido ponerme azul, la verdad.

—No lo sé, pero buen color no tiene; eso es cierto.

—En fin, como se suele decir, gajes del oficio. Estos riesgos van incluidos en el sueldo, Antonio. Procuraré que no me vuelva a pasar.

—Desde luego. La próxima vez que quiera hablar con él o le atamos antes o usted le ve, pero en nuestra presencia. Habrá que estar alerta. Menudo es ese. Riesgos, los justos.

—Sí, sí, gracias por su apoyo. Ya se lo comentaré a Ildefonso.

…continuará…

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