ESQUIZOFRENIA (60) Tenso diálogo

—¡Que me dejes en paz, gilipollas! O…

—¿O qué? ¿Crees que me asustas con tus amenazas?

Apártate de mí o cojo mi zafu y empiezo a meditar.

—Por mí, como si quieres hacer el pino. ¿Qué me importan a mí tus defensas mentales y tus estupideces budistas? Veinticuatro horas al día son suficientes para observarte y agobiarte. Ja, ja, ja… ¡Ignorante! ¿Qué sabrás tú? No hay fuerza más poderosa en el universo que el odio, que el ánimo de venganza. Son las ganas de hacer justicia, ¿te parece poco? Hay que dejar fluir el rencor para que todo se equilibre.

Seguidamente, se hizo el silencio. Tras unos instantes de incertidumbre, el psicólogo llamó a la puerta de su paciente con suavidad.

—Martín, por favor, escúchame. Voy a entrar ¿Está todo bien?

Como seguía sin oírse nada, el celador, ante la falta de respuesta, sacó por si acaso su porra de goma y giró con lentitud el pomo de la puerta.

—Todo despejado, doctor. Parece que el chico está tranquilo. Se ha sentado en un cojín gordo sobre el suelo. Pase. Yo me quedaré aquí en el pasillo, por si acaso. Con esta gente, nunca se sabe.

—Gracias, hombre. Procuraré hablar con el chaval. Dejaré la puerta abierta.

Segundos después…

—¡Oh, señor psicólogo, qué gran decepción! —comentó un alicaído Martín mientras que miraba fijamente hacia la pared que tenía enfrente de sus ojos.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué te ha sucedido?

—Vaya situación más estúpida. Tranquilice usted a su gorila, no vaya a ser que reaccione con agresividad. A estos les encanta buscar la excusa perfecta para soltar la mano y arrear. No intente ocultarle, sé que está en el pasillo, vigilando para ver si me enfurezco y así poder descargar su fuerza sobre mí. No se preocupe, que estoy acostumbrado a estas coyunturas. Por desgracia, me resultan familiares. Ese tío mide casi dos metros. Ya veo que se ha buscado usted un buen guardaespaldas. Dios mío, qué osada es la ignorancia. Si supiera lo poco que me ayuda su matón…

—¡Eh, chaval! Deja de decir estupideces o te las verás conmigo. Me estás faltando al respeto. Sé que no andas bien de la azotea, pero todo tiene un límite —aseguró el celador con voz bronca desde el pasillo.

—Anda, déjelo, Adolfo. Yo me hago responsable de la situación. No va a pasar nada. Si no le importa, dese una vuelta por la sala principal. Me quedaré aquí hablando con este joven.

—Vale, si usted lo dice. A mí me da igual. Si hay peligro, dé un grito, que vengo como una centella y a este se le quitan las alucinaciones de golpe. Buena suerte, señor.

—Gracias por su comprensión, Adolfo.

Tras desaparecer de aquel espacio la figura robusta del celador, el psicólogo se sentó también sobre el suelo, como a un metro de distancia del paciente.

—Buenos días de nuevo, Martín. No sé exactamente lo que ha ocurrido, pero por tu mirada, yo diría que tienes ganas de contarme varias cosas. Te escucho con atención.

Ante el silencio prolongado del chaval…

—Mira, primero te contaré mi versión de los hechos. El celador me avisó hace un rato porque te había oído hablar solo. Ellos están entrenados para advertirnos de cualquier anomalía que se produzca en la conducta de nuestros pacientes. Estoy deseando escuchar tu interpretación.

—¿Solo? ¿Qué estupidez es esa? ¿De qué va este, Martín? —expresó Nicasio mientras que daba una risotada—. Otro que se cree que va a arreglar el mundo porque lleva puesta una bata blanca y tiene un título en el bolsillo. ¡Menudo imbécil! Yo me troncho. Será divertido escuchar al maestro traduciendo la versión del alumno. ¿Lo ves, chico? Ya tenemos aquí a otro listo que se piensa que te estás inventando tu propia realidad. Ja, ja… otro que te tomará como un demente. ¡Cómo me entretengo con tu diagnóstico! Tranquilo, vamos a comprobar su reacción. Te compadezco, Martín. Ya sabes que esto forma parte de tu castigo y de mi venganza. Qué pena, es una historia interminable que no se acabará hasta que abandones tu triste vida física. Tú decides el plazo de tu tortura.

—¡Cállate, grandísimo cabrón! Encima, te vas a recrear en el relato para reírte aún más de mí.

—Perdón, ¿a quién te diriges? Como he oído por la puerta algo de tu última conversación, me temo que, por lo que sé de ti, tu «amigo» Nicasio ha vuelto a visitarte. ¿No es así? No hace falta decir que yo no veo a nadie por aquí, aunque me temo que tú sí.

—Ah, sí, perdón. Estaba tan pendiente de este desgraciado que se me había olvidado que le tengo enfrente, Sergio. Lo siento, psicólogo. ¿Sabe? Todo este montaje forma parte de su estrategia. Claro, es muy listo. Si él se mostrase, entonces usted no sospecharía de mí ni yo sería un pobre esquizofrénico. Esa es su ventaja: solo yo puedo verle y oírle. Ese es mi sino y mi maldición.

—Claro, es así. ¿Te puedo contar un secreto que llevo escondido desde el primer día que te conocí?

—Puede usted contarme lo que quiera, a ver si este liante me deja tranquilo por un rato.

—Desde el primer momento, algo dentro de mí me empujaba a creerte, a sospechar que lo que te ocurría no era una vulgar alucinación de un enfermo mental, sino que había algo más. No sé si era la forma en que lo narrabas o la intensidad que le ponías a tu historia, pero fuese lo que fuese, comencé a sospechar que lo tuyo, tal vez no fuese un síntoma de un trastorno. No sé si me he explicado.

—Se ha explicado perfectamente, señor. Este tío que tanto me saca de quicio resulta invisible a sus ojos, pero yo le veo como le veo a usted y le oigo como si fuese usted el que hablase. Es un matiz importante, ¿verdad? ¡Dios mío, qué mala suerte tenemos los «esquizofrénicos»! Es que nadie nos cree.

…continuará…

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Mié Ago 28 , 2024
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