—¿Personaje? No, no —repitió Martín con seguridad—. Esto no es una obra de teatro. Ni él es un actor ni yo soy su compañero de reparto. Mire, le hablo de un tío de mi misma estatura y peso. Ciento setenta y cinco centímetros de altura y unos setenta kilos. ¿Quiere más datos para anotar? Pues bien, piel blanca, pelo corto. A veces, lleva chaqueta. En otras, va en mangas de camisa. Mirada penetrante, ojos de color marrón, velludo. ¿Qué? No me mire así, hombre, que no estoy hablando de un extraterrestre. ¿O acaso desea una fotocopia de su documento nacional de identidad?
—Ja, ja, claro que no, eso sería mucho pedir —afirmó con gesto de humor el psicólogo—. Veamos, ¿por qué te agobia tanto ese hombre, por qué te genera tanto malestar?
—Ah, si yo lo supiera… doctor… tal vez podría haber tomado alguna medida contra él como pegarle o insultarle como él hace conmigo.
—Y ¿qué sucede cuando tratas de reaccionar frente a sus provocaciones?
—Nada. Después de ocho largos años, aún no le he cogido el truco.
—Explícate mejor, por favor.
—Si él me desprecia, yo procuro hacerle lo mismo. Entonces, se echa a reír, como si mis palabras le entraran por un oído y le saliesen por el otro. Y cuando trato de darle un golpe o una patada, es como si atravesase el aire. Nada de nada, ningún efecto. Verá, se trata de un ser al que puedo contemplar como le estoy viendo a usted, pero cuando trato de abalanzarme sobre él es como revolcarse con una figura invisible, como si estuviese con un objeto sin forma al que no puedo tocar.
—O sea, es como querer golpear a algo intangible, algo que no siente tu tacto.
—Sí señor. Así es —expresó el joven mientras que lanzaba puñetazos en el aire como intentando explicarse de una manera convincente.
—Sí, creo que comienzo a entender.
—Me hace mucha ilusión que empiece a intuir el drama por el que estoy pasando. Son tantos años de incomprensión que no me han permitido ni explicarme. Por eso siempre me acompañan la frustración y la rabia por dentro. Me hace gracia esta situación.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que te hace gracia?
—Ja, ja. Don Genaro tuvo una entrevista conmigo hace unas fechas. Y ese doctor, de buena fe, me decía que me notaba más tranquilo, que comprobaba que yo era una persona con mayor autocontrol y que por ese motivo había decidido enviarme aquí, a «Los girasoles», porque había mejorado mi comportamiento. También decía que, últimamente, no me había observado peleándome con Nicasio, que había descendido la frecuencia de mis ataques y bla, bla, bla…
—Creo que ya sé por dónde vas…
—Por supuesto. Alguien con un mínimo de inteligencia se hubiese dado cuenta de mi postura. Al principio, yo me oponía a todo. Me dejaba llevar por mi inocencia creyendo que, si me permitían dar mi versión de los hechos, alguien diría que esa era mi realidad. Y cuanto más lo intentaba, más medicinas y más pinchazos, generando un círculo vicioso en el que me quitaban las ganas de expresarme. Me di cuenta de que, por más que empujara mi pared, no lograría moverla ni un milímetro. Eso genera mucha frustración, producto de la impotencia. Ya ve, mi juventud me la he pasado metido en una cueva, un castigo imposible de imaginar por su horror. Por ensayo y error y también por los palos que me iban dando, me volví inteligente y comencé a alcanzar conclusiones.
—¿Conclusiones? ¿Cuáles? —preguntó Sergio con interés.
—Espabile, doctor, por favor. Que yo ya tengo veinte años y lo único a lo que aspiro es a llevar una vida digna y normal.
—Vale, pero centrémonos en lo que te pasó.
—Disculpe, es que no puedo evitarlo. Son muchos años de correctivos y de ignorar mi versión. Concluí en que ya no me interesaba seguir empujando la pared, sino sortearla, no a través de la fuerza bruta sino de la inteligencia. Por eso, empecé a mostrarme más dócil y les daba la razón a algunos, concordaba con ellos y hasta dejé de discutir con la mayoría. Si me oponía, ya sabía de los resultados: inyección y a dormir. Me prometía a mí mismo ser un loco, pero un «loco educado». Ya no deseaba pelearme continuamente. Pobre doctor Rosado. Creyó que yo estaba evolucionando y que su tratamiento estaba resultando efectivo. En fin, él se hizo sus ilusiones y yo no le iba a quitar su optimismo sobre mi situación. Qué iluso; le respeto como persona, pero como psiquiatra, le compadezco. Lo siento, pero es que no tiene ni puñetera idea de cómo funciona la mente humana, al menos la mía. Qué quiere que le diga, señor Alegre: no me gustaría pensar lo mismo sobre usted. Es mi secreta esperanza. Solo espero que esté a la altura del desafío.
Sergio se quedó de repente callado, sin saber qué decir. No recordaba haberse enfrentado antes a un personaje como Martín, un sujeto con ese discurso brillante, aunque alterado, al que no sabía exactamente cómo responder. Transcurridos unos segundos…
—¿Qué, don Sergio? Le noto preocupado. ¿A qué le está dando vueltas? ¿Trata de hallar explicaciones? Está debatiendo consigo mismo si llamar al psiquiatra para que me ponga una inyección para no dale a usted más dolor de cabeza o si darme la razón como el que le dice sí a un niño para que le deje en paz. Bueno, hay una opción peor: puede que llame rápidamente a don Ildefonso y así lograr que me lleven de vuelta al hospital. ¿Me equivoco, señor psicólogo? Por favor, confirme mi hipótesis.
—Vaya, eres un loco muy peculiar, lo reconozco. Me has pillado el pensamiento. Parece que, entre tus habilidades, está la telepatía.
…continuará…