—Ay, Rosarito, el tiempo parece un ser sin nombre, una criatura anónima sobre la que tengo tantas dudas…
—Tranquila, Alicia; que la indignación no impregne las paredes de tu alma.
—Mi niña, mi buen ángel, conocí a tantas personas que realizaron auténticas fechorías, que infligieron tanto dolor entre quienes le rodeaban y que, sin embargo, murieron tranquilos en sus camas, sin arrepentimiento en sus palabras, sin penitencia en sus miradas, sin pagar ni un céntimo por las deudas que habían contraído. ¡Qué gran injusticia!
—Sí, a veces nos conformamos con las explicaciones más fáciles para algunos fenómenos que no alcanzamos a comprender y yo te digo que los espíritus me han repetido muchas veces que Dios, en su infinita sabiduría, jamás deja ni un solo acto de maldad impune. Y yo les creo, porque ellos habitan en el otro lado y saben de lo que ocurre tras la muerte del cuerpo. Y sus voces son para mí el mejor testimonio de la justicia divina, esa que nunca falla, porque da a cada uno según sus obras.
—¡Ay, cariño, ojalá yo tuviera tu fe y tu inmensa bondad! Por favor, mantenme al día de cualquier novedad. Hay algo esencial en todo esto que no debemos perder de vista. A causa de un desgraciado, todas las opciones que tenemos encima de la mesa son malas o menos malas. No optamos a elegir una buena, sino la menos perjudicial de entre las que hay. Tenlo en cuenta y mi niña, deja que tu intuición te dirija en el mejor sentido. Sea lo que sea y hagas lo que hagas, yo te apoyaré y estaré siempre a tu lado.
—Gracias, Alicia. Así se lo he pedido a Dios y si esa es su voluntad, espero que me lo conceda.
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Inmersa en la más profunda angustia, cansada de tanto reflexionar sobre aquel escabroso asunto, Rosario se decidió a actuar. La muchacha no deseaba continuar sumida en las dudas y en esa terrible lucha interior que la consumía, por lo que, aquel domingo, invitó a su novio a almorzar en «Los olivares». Rubén, encantado por la posibilidad de pasar más horas junto a su enamorada, aceptó gustoso el convite. Luego, como aquella intensa jornada en la que se prometieron, ella le propuso dar un paseo a caballo por la extensa finca, a fin de charlar sobre sus cuestiones de pareja y de su amor.
La tarde, calurosa, invitaba al esparcimiento entre las sombras generosas de olivos y encinas. Desde el primer momento de aquel día festivo, la joven se mostró especialmente cariñosa con su novio, a quien no dejaba de acariciarle con sus manos mientras que el paseo sobre sus cabalgaduras se hacía lento y armonioso. Pasado un rato, se aproximaron a un lugar en una de las colinas desde la que se apreciaban unas vistas maravillosas de la finca y sus alrededores. Ella descendió de su yegua, indicándole al joven que hiciese lo mismo.
Rosario extrajo del zurrón de su montura una tela rectangular de adecuada extensión para aliviar las incomodidades del abrupto terreno como eran las ramas o algunas piedras pequeñas. Tras pasar unos minutos contemplando el paisaje, callados entre la dulce brisa que aireaba sus rostros, surgió la pasión hasta enardecerse como las llamas alimentadas por la leña. La chica empezó a besar los labios de Rubén y este, inflamado por el deseo, le respondió con más y más caricias en todo su cuerpo. Ambos se dejaron arrebatar por aquel sentimiento de unidad hasta completar sin palabras el acto amoroso que sus cuerpos demandaban. Tras acabar, ambos permanecieron tumbados y en silencio, mientras sus almas contemplaban el cielo más sublime de sus vidas.
—Mi amor, si supieras cuánto te quiero, pero debes perdonarme —comentó el hombre mientras que miraba a su amada con todo su cariño.
—Y ¿por qué habría yo de perdonarte, Rubén?
—Porque me he dejado arrastrar por la pasión del momento. Yo soy mucho más moderado y bastante cerebral. Durante unos minutos no era yo. No sé, ha sido como si alguien me incitara a seguir y a seguir, sin poder parar.
—Lo sé, cariño —afirmó Rosario mientras que le daba un beso en su rostro—. En todo caso, debería ser yo la que me disculpase, pues te traje hasta este idílico lugar. Luego, la pasión surgió de modo natural, aunque el entorno, sin duda, siempre ayuda. Te aseguro que perder mi virginidad con el único hombre al que he amado ha sido maravilloso.
—Sí, te he notado algo incómoda al principio, aunque luego ambos nos hemos dejado llevar por el impulso y el placer. Por eso no he podido parar.
—No pensemos más en ello. Ahora, todo se ha completado y con toda sinceridad, ha resultado la experiencia más hermosa de mi vida; y gracias a ti y al amor que nos une. Y pensar que al principio estuvimos días y días saludándonos con un «buenos días» y un «adiós», cuando nuestros corazones ardían por dentro. ¡Qué cosas! Bueno, eran otras circunstancias y apenas si nos conocíamos.
—Es verdad. Menos mal que los sentimientos, cuando son puros, terminan por aflorar y siguen su curso inherente.
—Cariño, que sea lo que Dios quiera, pero no pienso arrepentirme por haber hecho el amor con la persona a quien más deseo de la Tierra. Anda, dame un abrazo y gocemos del momento y de las vistas.
—Como siempre, Rosarito, qué razón tienes.
—Dios proveerá, Rubén. Cuanto más adulta me hago, más segura estoy de que Él se fijó en mí incluso desde antes de nacer.
…continuará…