LOS OLIVARES (106) Regreso inesperado

2

Un tiempo después de aquella conversación, el día había sido perfecto. El marqués seguía en Madrid resolviendo sus asuntos con la idea de abonar cuanto antes la multa que le habían impuesto por su condición de antiguo masón. Coincidiendo con la jornada laboral que Rubén tenía en «Los olivares», Rosario aprovechó la ocasión para invitarle a almorzar con sus padres, una comida realizada en un ambiente de cordialidad donde la joven se sintió muy satisfecha porque notaba que la presencia de su amado se estaba convirtiendo en algo cada vez más familiar de cara a sus progenitores. Así y de forma progresiva, el acercamiento del veterinario con los padres de Rosario se fue intensificando. La sobremesa no pudo prolongarse mucho, debido a que Rubén tenía más trabajo pendiente en su turno de tarde. Los novios se despidieron con un largo beso que demostraba el afecto que ambos habían desarrollado en las pocas semanas transcurridas desde su primera declaración de amor.

Abandonada a esa sensación de placidez tras el almuerzo, la mujer se dirigió a la gran sala de la casa, una estancia que siempre le traía los mejores recuerdos, pues desde cría había acudido allí para tomar prestados libros y libros de la inmensa biblioteca que poseía su querido padrino. Se sentó en una de las mesas auxiliares y se puso a hojear las páginas de una novela rusa del siglo XIX. Cuando ya estaba enfrascada en la trama inicial, de repente, se sintió inquieta. Oyó a lo lejos el sonido del motor de un vehículo que se iba acercando a la casa; con las ventanas abiertas en aquella estancia, se distinguía perfectamente aún desde la distancia.

A pesar de las malas sensaciones en su estómago, no pudo evitar la curiosidad por saber de quién se trataba. Nerviosa, se dirigió con rapidez hasta el porche para identificar al visitante. ¿Sería su padrino que habría decidido adelantar su vuelta al hogar tras haber resuelto sus asuntos en Madrid? ¿Se trataría de Alicia que por razones desconocidas se iba a pasar por la casa de su padre? Su poderosa intuición le indicó con prontitud que no asociaba ese ruido con algo habitual, en este caso, con un vehículo que le resultase familiar.

Cuando por fin, ya en la escalera, se despejó el polvo provocado por las ruedas del coche, lo que vio le heló la sangre hasta descomponerla. La primera intención fue la de huir, como para protegerse de un peligro cierto; sin embargo, permaneció inmóvil, de pie sobre el mármol de la escalinata, como si sus músculos y su mente se hubiesen paralizado. Pese a su deseo por reaccionar, no pudo desaparecer. Ya era demasiado tarde…

—Buenas tardes, Rosario. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! Me alegro mucho de verte; a pesar del tiempo transcurrido, no pensarías que me iba a olvidar de ti.

Mientras que la joven daba inconscientemente un paso hacia atrás, pasados unos segundos de indecisión, se atrevió a responder con timidez…

—Buenas tardes, señorito Carlos.

—Vaya, qué formal, jovencita. Con la de años que hemos compartido vida entre estas paredes… Y caramba, ¡quién te ha visto y quién te ve! Pero si te has convertido en una mujer adulta y además muy atractiva. ¡Quién lo iba a imaginar! Anda, con una novela en tus manos. ¿Qué? Otro libro que le robas a mi padre, seguro.

—Perdone, pero ¿sabe el señor marqués que usted se encuentra aquí, en «Los olivares»?

—Buena pregunta, pero no tengo ni la menor idea. A lo mejor se le han pegado algunas de tus habilidades y lo sabe desde la distancia. No me extrañaría nada, porque cosas más raras he visto. De todas formas, esta es mi casa y no he notado que hubiese ningún cartel a la entrada prohibiéndome el paso. Ya sería el colmo. No obstante, para tu tranquilidad, te diré que no he venido hasta aquí para discutir sino todo lo contrario.

—Pues si usted lo dice, será verdad —contestó Rosario algo intimidada, como no confiando mucho en el mensaje del hombre—. De todas formas, creo que no le he entendido muy bien.

—Ay, por favor, jovencita; dejémonos de estúpidas formalidades que, como ves, no vengo a la finca vestido de aristócrata. Como observarás, soy una persona de carne y huesos, como tú. No te alarmes, chiquilla. Te he dicho que he llegado en son de paz. Traigo mis mejores intenciones contigo; entre otras cosas, ya me he enterado de que te has buscado un buen novio. Felicidades, porque he sido informado de que trabaja aquí y en «La yeguada». O sea, más cerca, imposible. Eres lista, sin duda y creo que tu novio también se ha ganado la confianza de mi hermana. En fin, jugada maestra. Te felicito. Cuando me enteré de la noticia, me alegré por ti. Por cierto, ¿está ese afortunado joven por aquí? ¡Cuánto me gustaría estrecharle la mano y darle la enhorabuena por su compromiso contigo!

—No está, señorito. Estuvo por la mañana, pero después del almuerzo se fue porque tenía faena en otro lugar.

—¡Ah! ¿Ves? Sé muchas cosas, pero no puedo pretender estar a la última de todo, incluso de su horario laboral. ¡Qué lástima! Bueno, ya lo conoceré en otra ocasión. Oye, Rosario, ¿no querrás que me quede en la escalera con el calor que hace a esta hora de la tarde? ¿Qué tal si pasamos adentro, nos acomodamos y charlamos con tranquilidad?

—Como usted quiera, don Carlos —respondió la joven con muchas dudas y tratando de mantener las distancias con el primogénito del marqués de Salazar.

—Verás, me gustaría contarte algo que pienso será de tu interés.

Rosario no le quitaba ojo al hombre, debido a sus antecedentes con ella y a la mala voluntad que había mostrado siempre. Sin embargo, ante la actitud conciliadora de él, no pudo evitar la curiosidad por aquello que le iba a decir. Pese a sus dudas, no se negó a charlar con Carlos, dada la gentil actitud del recién llegado.

«Dios mío, viene sin la sombra —pensó la chica con rapidez—. ¿Cómo es posible? ¿Será que habrá cambiado su forma de conducirse por la vida? Pero… no puedo ni debo fiarme de él. Y, sin embargo, ese ser negro no anda por aquí, no está acompañándole como en otras ocasiones. Eso es un gesto positivo. En fin, le daré una oportunidad…»

—Bien, estoy de acuerdo. Si usted lo considera oportuno, le escucharé.

—De acuerdo, jovencita. Ya verás cómo no te decepciono.

…continuará…

2 comentarios en «LOS OLIVARES (106) Regreso inesperado»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entrada siguiente

LOS OLIVARES (107) La más increíble revelación

Jue Oct 12 , 2023
Tras acomodarse ambos en aquella gran sala de libros donde años antes el hijo del marqués había abofeteado a una cría llamada Rosarito… —Don Carlos, reconozco que me tiene sorprendida. Creo que es de justicia escuchar antes de juzgar. —Me alegro. Oye, Rosario, ya veo que no estás dispuesta a […]

Puede que te guste