—Desde luego, señoría; pero incluso los hechos deben ser explicados con las palabras correctas —expresó con una ligera sonrisa Agustín.
—Bueno, dejémonos de verborrea que no resolveremos nada. Dígame, ¿hay en ese sobre lo que usted y yo pensamos?
—Yo diría que sí, don Luis.
—Entonces, me pregunto… ¿en cuánto valora su distinguido cliente mi actuación profesional? Como ve, la curiosidad me come por dentro, propiciada por lo voluminoso que parece el sobre.
—Señoría, en ese sobre hay quince mil pesetas, o lo que es lo mismo, el sueldo de más de un año que ya es suyo. Creo que no dudará usted del marqués de Salazar ni de su generosidad. Don Alfonso, considerando las actuales circunstancias y siendo muy práctico, ha tenido la excelente idea de reunir esa gran cantidad en billetes de diversos tamaños, lo que facilitará su uso.
—Entiendo, se ve que su cliente ha pensado en todo.
—Desde mi punto de vista, obtener en unos segundos lo que cuesta todo un año de esfuerzos denota que el señor marqués es una persona altruista que sabe valorar en su justa medida el sacrificio que supone su trabajo diario.
—Ya, me imagino.
—Señoría, si me lo permite —comentó Agustín mientras que se levantaba con agilidad de la silla—, yo me voy a marchar porque es cierto: es tarde y ya se ha hecho de noche. Esta ha sido una conversación muy provechosa, pero creo que jamás ha tenido lugar. Por encima de todo, estamos tratando entre caballeros y nos debemos a una reputación.
—Perdone, ¿dónde se alojan ustedes? No creo que a esta hora vayan a coger un coche hasta Badajoz. Sería una locura.
—De nuevo tiene usted razón, don Luis. Esta noche nos quedaremos a dormir aquí, en Salamanca. Estamos alojados en el Gran Hotel, junto a la Plaza Mayor.
—Ya. ¿Sabe una cosa, letrado? —preguntó el magistrado con una extraña mueca en su rostro—. Bastaría con que yo descolgase ese teléfono que tiene a su lado para enviar a la Guardia Civil una orden de detención contra usted y su cliente por un delito de cohecho. Fíjese, ¡qué curioso! Solo con una llamada, ustedes dormirían hoy, no entre las sábanas limpias de ese hotel de lujo, sino en el duro camastro de un calabozo lleno de piojos y con un frío que les atravesaría sus delicados huesos. Les imagino y me produce risa… usted, un abogado de prestigio y todo un marqués, con la historia nobiliaria a sus espaldas, se pasarían toda la noche rascándose el cuerpo debido a las picaduras de las chinches. No sé si pillarían una pulmonía o la sarna, pero nada bueno, sin ninguna duda.
—Pero… ¡oiga!
—¡Cállese! Si hiciese esa llamada, no tendría ningún sentimiento de culpa ni la conciencia me corroería. ¿Sabe por qué? Porque habría actuado conforme a la ley, que me manda perseguir a los corruptos y a todos aquellos que pretenden anteponer su egoísmo a los intereses generales de la justicia. ¿Qué? ¿Cómo se le ha quedado el cuerpo, abogado? He visto que se le ha erizado su cabello y que la cara se le ha quedado blanca. ¿Por qué será? Normal, yo también habría reaccionado de la misma manera. Por favor, déjeme pensar por unos instantes si utilizo o no el teléfono.
—Señoría, no sé ni lo que decir —acertó a decir Agustín tembloroso y con el rostro desencajado—. Le voy a pedir mis más sinceras disculpas en mi nombre y en el de mi cliente. Creo que me he equivocado por completo. Ha sido una mala decisión acudir a su casa y molestarle con estos argumentos. Como le decía, ya me marcho.
Seguidamente, Agustín dio un paso adelante, tomó el sobre que contenía el dinero y cuando iba a guardarlo en su maletín, se llevó el mayor sobresalto de su vida.
—Siéntese —dijo Cebrián en tono imperativo.
—¿Cómo dice, señor?
—Que se siente. Le dije que lo iba a pensar, no que ya hubiese tomado una decisión al respecto.
—Lo que su señoría diga —afirmó el letrado mientras que volvía a tomar asiento entre asustado y sorprendido.
—Siempre hay tiempo para realizar negocios entre las personas. Después de todo, ambos estudiamos Derecho y sabemos de leyes. ¿No es así, amigo? —expresó el juez mientras que una sonrisa fría aparecía entre sus labios.
—Por supuesto, don Luis. Estoy de acuerdo con lo que ha dicho.
—Claro. ¿Qué? ¿Le apetece una copa? —expuso el magistrado con acento distendido—. Este tiempo está reclamando un buen trago para calentarse. Ande, pasemos al salón. Allí está encendido el fuego, que le vendrá muy bien para recuperarse. Caramba, que tiene usted el semblante de un cadáver. Le diré a la criada que nos suba un buen vino de la bodega.
—Sí, señoría.
—Venga, relájese amigo. ¿Sabe que soy un estudioso de los caldos? Es una de mis pasiones favoritas, entre otras. Lástima que mis aficiones sean muy caras, pero uno tiene el carácter que tiene y eso no se puede cambiar. Lo admito, Agustín; me gusta vivir bien y darme mis caprichos.
—Alabo su buen gusto, señor. A mí también me encanta un buen vino.
—Tengo un gran reserva de Rioja del año 34, sí, esa nefasta fecha de la Revolución en Asturias y de la proclamación de la independencia en Cataluña. Menos mal que gracias a nuestros amigos alemanes, ese tal «presidente» Companys ya ha sido fusilado para purgar sus crímenes. Menudo elemento insidioso. Gracias a Dios, las producciones de uvas no están reñidas con los acontecimientos políticos de la nación. La cosecha resultó excelente y lo vamos a comprobar en unos momentos. Parece una contradicción, pero no lo es. ¿No le parece, letrado?
—Sí, su razonamiento me parece correcto, don Luis.
…continuará…
Quando se trata de questões financeiras, nem os juízes, nem os advogados podem violar a lei. Mas…
Concordo plenamente. O problema sitúa-se mais bem nos princípios moráis de cada um. Obrigado, Cidinha.