LOS OLIVARES (97) Rompiendo el hielo

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Un rato después, el veterinario salió de las cuadras y se dirigió nervioso a las amplias escaleras de mármol que daban acceso al edificio donde residía el marqués. Justo en ese momento, Rosarito, vestida impecablemente con un conjunto adecuado para montar a caballo, descendió suavemente por los escalones mientras que no dejaba de mirar a su amado sonriéndole con amabilidad. El joven, como hechizado por la imagen, se fijó en la silueta de ella, se quedó como inmóvil y empezó a pensar que quizá estuviera ante la presencia de un ángel bajando del cielo. No era la primera vez que tenía esa impresión. Al detenerse la joven junto a él…

—¡Uy, discúlpeme, señorita! Al verla, me he quedado como traspuesto. Debió ser el sol que me deslumbró. Buenos días. ¿Ya está preparada?

—Buenos días, don Rubén. Me comentó mi padrino que usted no tardaría mucho en venir. Por eso me he preparado para no hacerle esperar. Con lo ocupado que estará, no pretendo hacerle perder su precioso tiempo.

—¿Yo? Sí, claro. Bueno, con esta casa y la de la señorita Alicia, la verdad es que no me falta trabajo.

—«Inquieta» es una de mis yeguas favoritas. Tiene ya unos años, pero no es de las mayores que hay aquí. Le pusimos ese nombre porque de pequeña era muy nerviosa, pero con el tiempo se ha hecho noble y elegante.

—Pues sí, hay animales que incluso se parecen al carácter de sus dueños, pero lo lógico es que desarrollen su propio temperamento. Señorita Rosario, me dijo el señor marqués que había que dar un paseo con esa yegua para comprobar qué problema tenía.

—Así es. Perdóneme, pero me he informado acerca de usted y me han dicho que sabe montar a caballo. ¿Es así?

—Es verdad. Me aficioné durante las prácticas de mi carrera y mire por dónde, se trata de una sana costumbre. Al pasear, parece uno liberarse de los agobios diarios.

—Pues es una suerte —expuso una sonriente Rosarito—. Así podrá determinar con más exactitud lo que le ocurre a «Inquieta».

—Seguro que ha sido la señorita Alicia quien se lo ha dicho. Ella me lo preguntó hace unas semanas, en una las visitas que realicé a «La yeguada». Reconozco que no soy un experto. Seguro que usted es mejor jinete que yo. ¿Sabe? Cuando era un crío, tenía un primo que vivía en el campo y que cuidaba de varios caballos. Él me enseñó y algunas veces me permitía cabalgar, lo que, a esa edad, era un inmenso placer y una grata experiencia difícil de olvidar.

—Ah, qué recuerdos más bonitos para la infancia de un niño.

—Desde luego, aunque debo admitir que nunca había visto caballos de esta categoría y tan nobles. Tiene usted una gran suerte al poder manejarlos. Para mí será un gran honor cabalgar a «Inquieta».

—Si no le importa, yo le acompañaré en otro caballo y así podrá comentarme lo que observe. Total, solo serán unos minutos.

—Por supuesto. Si usted lo prefiere así… eso sí, me dará un poco de vergüenza porque seguro que la señorita es una consumada amazona. Ya me dijo doña Alicia que usted monta desde que era una cría y eso se nota a primera vista. Me di cuenta el primer día que coincidimos. ¿No lo recuerda?

—Claro que sí. Fue una casualidad extraordinaria. Yo venía de un paseo por el campo, cosa que me encanta, y usted estaba conociendo a mi padrino. Por cierto, parece que ha cogido usted confianza con la hija del marqués. A ella le encanta la charla, es muy sociable y es de una mentalidad tolerante y abierta.

—Desde luego que la ha definido bien. Ha sido certera en su apreciación. ¿Sabe? Desde el primer instante y una vez que hemos conversado nos llevamos muy bien. El trato con doña Alicia es muy fácil y su personalidad me ha agradado muchísimo. Es mejor trabajar en un ambiente de cordialidad.

—Desde luego. ¿Me permite hacerle una pregunta? Es que me vence la curiosidad…

—Faltaría más, señorita.

—Conociendo a la que considero como mi hermana mayor, no me extrañaría que hubiesen hablado sobre mí. ¿Es cierto eso?

—Ehhh… —dudó al responder el joven— sí, lleva usted razón. Sin embargo, fueron aspectos generales, sin la mayor profundidad. Como ustedes son tan cercanas y se llevan tan bien, es normal pensar que en esas charlas salgan a colación datos sobre personas cercanas, del mismo entorno.

—Y… si no es indiscreción… ¿le comentó Alicia algo más personal sobre mí?

—Ya le digo que no fue mucho; tampoco hemos alcanzado tanta confianza. Sin embargo, creo recordar que lo que me dijo sobre usted fue extraordinario.

—Bueno, ese término es muy significativo. ¿A qué llama usted «extraordinario», don Rubén?

—Por favor, le ruego que no me llame usted así, señorita. No soy el alcalde o el juez del pueblo. Pienso que con «Rubén» será más que suficiente.

—Ah, pues se lo agradezco. Ya que nos vamos a ver con frecuencia debido a su trabajo, todo resultará más cómodo. Eso sí, le pongo una condición.

—Pues usted dirá, doña Rosario.

—Yo también me sentiré mucho más relajada si me llamas «Rosario», sin más. Después de todo, ambos somos jóvenes y tampoco debe primar tanto el protocolo a nuestra edad.

—Pues me resultará algo complicado, sobre todo al principio, pero procuraré adaptarme a su petición, Rosario.

—Así me gusta más. ¿Ves? Ya me siento más relajada.

…continuará…

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