—Atenta, Consuelo, porque si el niño nace, te prometo una cosa. Lo digo delante de Antonio, tu marido, para que él quede como testigo de mis palabras.
—Testigo ¿de qué, señor? —contestó rápido el hombre.
—Si ese hijo tuyo respira y sale de tus entrañas, te juro que yo me encargaré de su educación y de cuidarlo bien, para que no le falte de nada. Todo este sufrimiento por el que habéis pasado se tiene que compensar. No puede existir tanto dolor en vuestro mundo que no sea reparado. ¿Estáis de acuerdo?
—Dice usted muy bien, mi señor, pero no debe tomarse tantas molestias. Como madre fracasada, solo le pido al Creador que la criatura venga sana. Ya con eso nos sentiríamos más que pagados por el destino. Además, usted ya ha hecho bastante con avisar al doctor.
—Nada, nada. Es lo menos que se podía hacer en estas circunstancias. ¿Es que acaso te quieres morir, mujer? Ni vas a dejar viudo a tu marido ni huérfano al crío. Consuelo, escúchame con las dos orejas: desde antes de nacer ya le he cogido cariño a este bebé que está luchando por salir. Si sobrevive, será una señal divina de que merece la mejor de las atenciones, porque será muy especial.
—Pues que Dios le oiga, señor marqués —añadió Antonio emocionado mientras que juntaba sus manos y se arrodillaba ante la cama donde yacía entre dolores su esposa—. Don Alfonso, nosotros no podemos hacer nada, pero será el Todopoderoso el que le tome en cuenta su promesa.
Mientras que los minutos de espera transcurrían con angustia, el ama de llaves regresó a las caballerizas acompañada de una de las sirvientas que trabajaban en la casa…
—Ah, muy bien, doña Concha. Ya veo que ha traído usted a toda una experta. No sabe cuánto me alegro.
—Sí, su ilustrísima. Y más que se va a alegrar la futura madre porque, la Gabriela, además de haber parido a cinco críos, ha tenido experiencia en estas vicisitudes. Lo que yo digo, señor, o nos apoyamos entre todos o no salimos adelante en estos trances.
—Bien dicho, señora. Soy de la misma opinión —admitió el marqués.
Mientras que Gabriela se arremangaba y atendía a Consuelo extendiendo sábanas por la cama…
—Doña Concha, se me ha ocurrido una cosa. Perdone que hoy esté tan mandón, pero las circunstancias dictan mis pensamientos.
—Usted dirá, su ilustrísima. ¿Qué se le ofrece?
—Verá, quiero que busque usted a mi hijo. Localícelo, me da igual donde esté y lo que esté haciendo. Que venga aquí. Mejor no le diga dónde estoy ni lo que va a presenciar. Usted tráigalo y ya está.
—Si no me equivoco, el señorito debe estar dentro de la casa con su profesor particular y en su clase de francés.
—Como si estuviese en una clase de oratoria política. Me da lo mismo. Esto es mucho más importante. Conviene estar presente ante las lecciones de la vida.
—No se preocupe, don Alfonso. Lo traigo en un santiamén.
Un rato más tarde, mientras que don Torcuato y una matrona que se había traído al parto ayudaban a Consuelo en el día más importante de sus últimos años…
—Padre, este espectáculo de gritos y sangre es repugnante. ¿Por qué me ha tenido que traer hasta las caballerizas? Sinceramente, hubiese preferido seguir con mis clases de francés.
—No; y te lo voy a explicar, Carlos —respondió el noble—. Cuando tenías solo siete añitos, tu madre dio a luz a tu única hermana, a Alicia. Sumamos un nuevo miembro a la familia, pero en cambio, perdimos a tu madre por las complicaciones del parto. Desde esa fecha, yo me quedé viudo y tú, huérfano de lo más grande que te regala la vida: una madre.
—¿Va a empezar de nuevo con sus sermones?
—Aquí no hay sermones, sino una enseñanza auténtica, como la vida misma. Por eso, aunque ya sé que te disgusta, quería que vieses esto, para que te des cuenta de que la existencia no es un camino de rosas, sino que también incluye dificultades como esta de la que eres testigo y que hay que saber afrontar.
—Si me lo permite, me parece que no le entiendo bien, padre. Tampoco veo aquí ninguna lección aprovechable —agregó el joven con una mueca de desagrado en su rostro.
—¿Ves a Consuelo? Ella ha perdido a dos hijos con anterioridad. El último lo hizo en similares circunstancias a las de tu madre. Esto ha surgido de repente, sin que nadie lo esperase, pero yo no estaba dispuesto a permitir que esta mujer y su marido pasaran por el mismo trance que yo. Siempre que se pueda, hay que velar por la vida y por ayudar al prójimo.
—Padre, de veras, ¿puedo expresar mi opinión sobre este asunto?
—¡No me digas que hasta ahora no lo has hecho!
—Mire, todavía no entiendo cómo ha podido llamar al médico del pueblo para atender a una vulgar sirvienta. ¿Qué culpa tenemos nosotros de que esa mujer pase por esos problemas?
…continuará…