LOS OLIVARES (83) Manos mágicas

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A la mañana siguiente, el nuevo veterinario se acercó a «Los olivares», expectante ante la posibilidad de trabajar en el futuro para todo un marqués.

—Buenos días, señor marqués. Vaya, me estaba usted esperando… qué detalle. Supongo que debe ser don Alfonso de Salazar, si no estoy mal informado. Verá, es que la señorita Alicia, su hija, me describió ayer su aspecto con mucho detalle. Así, es imposible confundirse. Pues cuando usted disponga comenzamos con la visita.

—Ah, pues me alegro. Buenos días —dijo el aristócrata mientras que le extendía su mano derecha al recién llegado—. Oye, muchacho… qué joven eres. ¿No es así? Supongo que hace poco que terminaste tus estudios.

—Pues sí, señor marqués. El año pasado acabé y tras hacer unas prácticas me consideraron apto para empezar a trabajar. Uy, perdone, con los nervios ni siquiera le he dicho mi nombre. Soy Rubén Sánchez, a su servicio y tengo veintitrés años. Aunque no disponga de mucha experiencia debido a mi edad, le adelanto que tengo toda la ilusión del mundo y que, por supuesto, me encantan los animales.

—Claro, ya me lo imagino. Aquí, desde luego, no podrías quejarte por falta de labor, aunque ya hablaremos de ello. Ahora comprobarás que los caballos que hay en los establos no son unos animales cualesquiera. Exigen mucha atención y dedicación. A mí me encantan, pero ya te adelanto que este lugar no es solo un paraíso equino, sino que ellos sirven también para hacer negocios y que, por tanto, deben estar impecables de salud.

Mientras que la visita se iniciaba en los establos, el marqués continuaba describiendo al joven la realidad a la que se iba a enfrentar…

—¿Ves? Hay algunos que se utilizan para los toros, otros para las carreras o para la caza y por supuesto, también contamos con caballos que se venden para particulares simplemente porque los adquieren para su disfrute particular.

—Pues sí, ya me doy cuenta. Es increíble, qué cantidad de animales y qué bonitos que son.

Tras un rato de caminata y análisis en los que los dos hombres parecieron congeniar, el aristócrata tomó la palabra.

—Mira, Rubén, seré claro: nuestro veterinario de toda la vida se nos jubila. El tiempo pasa y la vida no se detiene, ni siquiera para él. Ha dejado el listón muy pero que muy alto. Yo no te conozco, aunque a mi hija creo que le has causado una grata impresión, lo cual es un buen comienzo. Y yo me fío de ella porque posee un buen ojo clínico para esto de los negocios y para el mundo de los caballos en particular. Si te parece bien te sugiero una cosa.

—Lo que usted mande, señor marqués —contestó un ilusionado Rubén.

—En este asunto no podemos correr riesgos innecesarios. Te pondré a prueba por un tiempo y te observaré. La edad es un grado y entre mi hija y yo sabremos valorar tu actitud. Aquí, lo que es trabajo no te va a faltar. Es cuestión de cómo respondas a nuestras expectativas. Has de considerar que tu labor no estará solo aquí sino también en la finca de mi hija, en «La yeguada».

—Pues no sé ni lo que decir… su excelencia —dijo tragando saliva Rubén—. Solo le aseguro que trataré de estar a la altura de lo que espera de mí. Quisiera empezar cuanto antes.

—No seas tan protocolario, chico. Tampoco soy tan viejo. Con que me trates de «don Alfonso» será suficiente, que ya no estamos en la Edad Media, je, je…

Justo en aquel momento Rosarito apareció por allí, movida por la curiosidad al escuchar la voz diferente de aquel extraño. Llegaba a lomos de «Furia», una de sus yeguas favoritas. Al bajarse de la bella jaca se dispuso a saludar.

—Anda, niña, dame dos besos, que no sabía ni dónde estabas…

—Pensando en mis cosas, Alfonso. Dar un paseo entre colinas y árboles es una buena idea para despejar la mente.

Tras besar a su padrino…

—Debo estar confundido, señor marqués, pero… había entendido que usted solo tenía una hija, la señorita Alicia —expresó el joven con un gesto de curiosidad en su rostro—. Y ella no es Alicia, evidentemente.

—No te confundas, muchacho. Antes de que puedas meter la pata por falta de información, te haré la debida presentación. Ella es Rosario, mi ahijada. Y este es Rubén, el veterinario que llegó no hace mucho al pueblo y que de acuerdo con Alicia voy a tenerlo a prueba para ver cómo se desenvuelve con mis queridos caballos.

—Ah, pues encantado, señorita Rosario —asintió el joven con un movimiento afirmativo de su cabeza mientras que sonreía.

—Mucho gusto. Es un placer conocerle, señor Rubén—comentó la chica con una muestra de agrado en sus labios.

Tras unos segundos de indecisión, ella le tendió la mano al joven y este, nervioso y tras algunas dudas, acabó por devolverle el gesto. Sorpresivamente, Rosarito se sintió perturbada, incluso incómoda. El motivo estaba bien claro: por primera vez en su vida, la ahijada del marqués había notado en sus adentros la irresistible fuerza natural que te domina cuando conoces a alguien que te llama la atención. Don Alfonso, que se percató casi de inmediato del inusual escenario, intervino con premura.

—Por cierto, vosotros tenéis edades parecidas… ¿o me equivoco?

—Como le dije antes, yo tengo los veintitrés recién cumplidos, señor. De todas formas y a riesgo de errar, creo que la señorita es aún más joven que yo.

—Sí, es cierto. Mi ahijada tiene veintiuno. No os lleváis mucha diferencia porque mi Rosarito cumplirá los veintidós en primavera.

…continuará…

4 comentarios en «LOS OLIVARES (83) Manos mágicas»

  1. O Marquês ficou feliz em conhecer o novo veterinário. Como sempre gentil e educado, demonstrando respeito pelo jovem.
    Já Rosarito, ao ser apresentada ao veterinário sentiu uma forte atração pelo jovem, ou seja, paixão a primeira vista. É natural sentir atração por alguém que você deseja se aproximar, faz parte da experiência humana. Fato que não passou desapercebido pelo Marquês. Amei o encontro dos jovens, ótimo.

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