—Lo sé, ahijada. No te estoy pidiendo algo imposible, solo que llegues hasta donde puedas. Ya sé que no depende exclusivamente de ti. Desde hace mucho tiempo, tú me has mostrado el funcionamiento de ese mundo que habita en torno a ti, esa dimensión que los demás no alcanzamos a ver. Quiera Dios que todo vaya bien y aprovechando la oportunidad de encontrarme con mi hijo, que yo pueda disponer de toda la información sobre él.
—No te agobies más, Alfonso. Creo habértelo dicho varias veces. Te martirizas con Carlos porque piensas que algo falló en su educación, que deberías haber actuado de otra manera en su formación. No es así. Su alejamiento de ti no obedece a tus actos sino a su actitud ante el mundo.
—¿Por qué será que necesito tanto escuchar ese mensaje?
—Para que tu conciencia se calme. Solo él es el responsable del daño que te causa cuando me desprecia, cuando me acusa de no sé qué cosas, cuando no te permite ver a tus nietos o hablar con tu nuera o cuando se pone en contra de su propia hermana a la que ningunea de modo constante.
—Todo un compendio de perversidad, para su desgracia y la de los que le rodean.
—Te aseguro que tu corazón puede permanecer tranquilo. Ya llegará el día en el que le preguntarán por su maldad, por su actuación miserable en esta existencia. Es verdad que aún soy joven, padrino, pero tengo ojos en mi alma: te aseguro que, con respecto a Carlos, tus manos están limpias.
—Gracias, Rosarito. Es verdad que solo cuentas con veintiún añitos, pero te has convertido en mi mejor consejera.
—Yo seré tu «consejera», pero tú has sido como un segundo padre para mí. La cuestión es que nos sentimos en perfecta sintonía.
—Lo supe en cuanto te vi nacer —exclamó el aristócrata mientras que le daba un fuerte abrazo a la jovencita—. Me di cuenda de que serías una mujer fascinante para tu tiempo. ¡Que Dios te bendiga, mi niña!
Ambos dirigieron inconsciente sus miradas hacia el extenso campo de olivos que tenían ante sus ojos mientras que un suave viento de Poniente refrescaba la atmósfera a esa hora de la tarde.
—Dios mío, qué bien se está aquí. Cuando observo todo aquello que no ha sido hecho por la mano del hombre, me siento como transformada y doy gracias al Creador por haberme regalado esta vida.
—Comparto tu reflexión, Rosarito. Y extiendo ese agradecimiento a todos esos espíritus que caminan contigo. Tú me has comentado varias veces que esos seres, para mí invisibles, se nos acercan por afinidad. Si eso es así, no tengas dudas: los que te acompañan han de ser criaturas buenas.
—A mí no me lo expliques, Alfonso. Yo así lo percibo. ¿Qué harías entonces tú sin tu «Teresa»?
—Es verdad; mi esposa que, a pesar de su desaparición, continúa «casada» conmigo.
—Desaparición de la materia, no lo olvides, de un cuerpo destinado a convertirse en polvo, pero cuya alma sobrevive. No existe otra explicación y te aseguro que tu Teresa sigue muy viva. Ella piensa y se emociona a la par que tú y recuerda que si continúa a tu vera es porque se lo pediste con todo tu corazón.
—Oye, ¿no te está entrando hambre con tanta caminata? Esta conversación me ha abierto el apetito.
—Estoy de acuerdo, padrino. Noto cierto cosquilleo por el estómago. Lo mejor será volver y prepararnos para cenar.
A la jornada siguiente, a eso de la una de la tarde…
—¡Doña Concha! —se oyó por el pasillo principal la voz del marqués—. ¿Dónde se encuentra usted?
—Aquí, en el salón —respondió con premura el ama de llaves—. Estoy revisando los últimos detalles para que, a las dos, tanto el almuerzo como las bebidas estén disponibles. También está preparado el servicio. Su ilustrísima y sus invitados quedarán satisfechos.
—Me alegro de escuchar eso. Es usted una magnífica organizadora. Por eso le dejo hacer las cosas a su manera, doña Concha, porque sé que nunca me defrauda.
—Es mi trabajo, señor marqués. Para mí es un placer.
—Pues me quedo tranquilo. Por cierto, ¿ha bajado ya al pueblo Damián? Recuerde que tenía que ir en busca del cura y traerlo en coche hasta aquí.
—Por supuesto. Hace un buen rato que se fue. Debe estar al llegar.
—Mejor. No me gustan las demoras y ese sacerdote ya está algo mayor. Bueno, es un poco más viejo que yo, ja, ja… Que no se distraiga el chófer, que después de la sobremesa deberá llevarlo de vuelta a la iglesia.
—Desde luego, don Alfonso. Yo estaré pendiente. Una consulta, por favor. Supongo que el jefe de la Guardia Civil no se presentará solo.
—En absoluto, doña Concha. Vendrá hasta aquí en coche oficial y lo lógico es que le acompañen otros guardias. Como no sé con exactitud cuántos serán, usted los ubicará en otra sala. Por favor, que les pongan lo mismo que a nosotros. De estos servidores del orden depende nuestra seguridad. No quiero descontentos. Si el trato no fuese el mismo, lo primero que harían sería quejarse ante su jefe. No hay nada peor para una persona que ser consciente de que se le da un trato vejatorio con respecto a otra. Yo no quiero caer en esa trampa. Lo entiende usted, ¿verdad?
…continuará…
Capítulo maravilhoso! Que diálogo amoroso entre ambos sobre a espiritualidade. Que sabedoria possui Rosário, sabedoria adquirida de muitas vidas. Ao ler esse capítulo fico toda arrepiada, ao sentir a beleza das colocações de Rosário ao seu querido padrinho. Realmente você tem divina inspiração ao escrever essa novela. Parabéns amigo, Jesus continua inspirando-te. Beijos.
Grato por tudo, Cidinha. Espero que a inspiração não me abandone. Abraços e ótimo fim de semana.