LOS OLIVARES (24) El gran disgusto de Rosarito

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Don Alfonso se sentía muy satisfecho por haber despertado desde temprana edad la afición a los libros en su querida ahijada. Ello había contribuido notablemente a incrementar en la menor su nivel educativo. En comparación a otras niñas de su edad y de la comarca, Rosario podía considerarse una auténtica aventajada. El aristócrata había cumplido a rajatabla con su compromiso, aquella promesa que realizó nada más nacer la niña en el lejano 1919.

Y qué decir de sus padres, los cuales contemplaban con gran orgullo a su hija como un ejemplo de todo aquello a lo que ellos no pudieron acceder. Rosarito, como a ellos les gustaba llamarla, había crecido como una curiosa mezcla en la que se combinaban las costumbres transmitidas por sus padres con todos aquellos hábitos que le había proporcionado el dueño de la hacienda. A don Alfonso, aquella cría más bien le parecía como una segunda hija que el destino le había enviado, seguramente para compensar la soledad y la tristeza ocasionadas por la pérdida de su querida esposa.

Aquella tarde, la chiquilla escuchó el sonido de una música que provenía del salón, pero como tenía toda la confianza del mundo para desenvolverse en cualquier parte de la casa, se decidió a penetrar en aquel espacio. Abrió las puertas ilusionada, con la intención de coger alguna de las novelas ilustradas juveniles que el marqués le había comprado recientemente. Sin embargo, al instante, se encontró con una más que desagradable sorpresa…

—¿Eh? ¿Qué haces tú aquí, niñata? ¿Por qué me interrumpes? ¿No ves que estoy escuchando música tranquilamente? Necesito pensar y para eso, tengo que estar a solas —afirmó el hijo del marqués con expresión furiosa mientras que depositaba su copa de brandy sobre una mesita auxiliar y desconectaba el gramófono.

—Disculpe, don Carlos. No pretendía molestarle. Es que verá, un día, su padre me dio permiso para que yo pudiera entrar en el salón por si necesitaba llevarme cualquier libro para leer.

—Pero ¿qué tonterías son esas? Ya estamos con las invenciones. ¿Qué te crees? ¿Acaso esta casa es tuya? ¿Acaso puedes corretear por donde te da la gana sin pedir permiso como si fueses la dueña?

—Ya sé que no, pero si mi padrino me lo dijo sería por algo. Aun así, le pido perdón de nuevo.

—Menuda entrometida. Ya no puede uno escuchar ni la «Marcha fúnebre» de Wagner con calma. Niña estúpida, engreída; coge la puerta ahora mismo y vete por donde has venido antes de que me enfade de verdad. Acabo de estrenar este gramófono y contigo aquí ya me has fastidiado la audición. ¡Qué payasa de cría, qué hartazgo!

—Pero… señorito… solo será un segundo y me iré a toda prisa.

La respuesta de Carlos, a pesar de la contestación calmada de Rosarito, fue terrible. Después de darle una larga calada al puro que se estaba fumando, se incorporó repentinamente y acercándose a la cría, la agarró del cuello y le propinó un tremendo tortazo en la cara. La chica, desconcertada, no supo ni cómo reaccionar. Estaba paralizada por el miedo ante la brutal agresión de la que había sido víctima. Por instinto, se llevó su mano a la mejilla, ahora encarnada y con lágrimas en su rostro, salió de allí corriendo a través del pasillo central de la mansión. Llorando, alcanzó la escalinata que daba acceso al edificio y escondiendo la cabeza entre sus brazos, se quedó allí sentada en el último escalón tratando de comprender.

Al rato, la chica se puso de pie y se encaminó muy afectada a la casa de sus padres. Justo en ese momento, el marqués llegaba a «Los olivares» y aparcaba su vehículo junto a la lujosa escalinata de mármol, después de haber resuelto unos asuntos en la capital.

—¡Eh, Rosarito! ¿Dónde vas, cariño? Ven, dame un abrazo. Pero…chiquilla… ¿dónde vas tan corriendo? Mira, he estado en la ciudad y te he traído algo que te gustará.

Ante la voz de don Alfonso, la jovencita reculó un par de metros y se quedó quieta.

—¿Ves? Te he comprado algunos exquisitos caramelos en una pastelería. Me acordé de ti y supuse que te ibas a poner muy contenta al verlos. Pero, ¿qué son esas lágrimas? Acércate y cuéntame lo que te ha pasado.

Don Alfonso, sin sospechar nada de lo ocurrido, se sentó en uno de los escalones que daban acceso al porche, dispuesto con ilusión a entregarle a Rosarito su regalo. Abrió sus brazos con la intención de que la chica se acercase…

—¡Anda! Si tienes la cara como un tomate. A ver, ya sabes que entre nosotros no existen los secretos. Dime ahora mismo quién te ha hecho eso o… ¿es que te has dado un golpe? ¿Te has caído al suelo? Si ha sido alguien, se va a enterar ahora mismo.

Rosarito permaneció en silencio y con los ojos perdidos en el horizonte, como si no quisiera contestar a la pregunta del marqués.

—Por favor, cuéntale a tu padrino lo sucedido. Te lo ruego, mi niña…

—Es mejor que no te lo diga —expuso la adolescente luego de pensarlo mucho.

—¿Por qué? ¿Tan mal te has portado? Tus padres nunca te han puesto la mano encima, entre otras cosas porque jamás les has dado motivo para ello. Si es que eres un ángel… Por eso quiero conocer lo que te ha pasado. Me parece tan extraño…

Mientras que don Alfonso abrazaba a la chica hasta que esta colocó su cara en el hombro izquierdo del marqués…

—Es que… yo solo quería coger un libro, porque el otro ya lo había terminado y cuando entré en el salón y llegué a la biblioteca, estaba allí…

…continuará…

Un comentario en «LOS OLIVARES (24) El gran disgusto de Rosarito»

  1. Rosario, menina esperta e inteligente, desde cedo teve acesso à leitura adequada a sua idade.

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Jue Dic 22 , 2022
—¡Ay, por favor, Rosarito! Dilo ya. ¿Con quién te encontraste? —Con el señorito Carlos. —¿Con mi hijo? Ese idiota. Su comportamiento es imperdonable… Y ¿puede saberse por qué te pego? —preguntó el marqués mientras que se mordía su labio inferior en un gesto de rabia. —No lo sé, padrino. Yo […]

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