—Sí, Alfonso. He tenido tiempo para estudiar sobre esas cuestiones. Estoy de acuerdo con lo que dices. ¿Me permites comentarte una cosa?
—Faltaría más. Respeto el criterio de toda una mujer de veintiún años. Además, eres muy cabal.
—Observo una escisión en ti y no es la primera vez que me hago esa reflexión tras conversar contigo. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Qué buena observadora. Para llegar a esa conclusión, es necesario ponerse en el punto de vista del otro, como has hecho conmigo. Y admito tu análisis porque llevas razón. Si me conoces bien, he llegado a un nivel de hartazgo preocupante. Ocurre porque la inmensa mayoría de la gente me da la razón, no por mi criterio como persona, simplemente porque pertenezco a la aristocracia y porque se supone que tengo un gran patrimonio. Hace ya tiempo que no pierdo más tiempo en refutar esa hipótesis. Es complicado aceptar que, detrás de la figura de un marqués, existe un ser humano que piensa y razona por su propio criterio, no por mi pertenencia a la nobleza. Siempre creí que la crítica y el análisis sereno de las cosas me podrían conducir a ser mejor persona. Menos mal que no me contamino con la adulación. El mensaje de mis interlocutores es casi siempre el mismo: «lo que usted diga… tiene usted toda la razón, señor marqués… si su ilustrísima lo dice, es que será verdad». Es una dinámica que te lleva al estancamiento, porque el halago continuo, como no estés alerta, te atonta y te dirige a una falsa autosuficiencia.
—¡Qué verdad más grande, Alfonso! Por eso creo que te conozco, porque tu comportamiento es muy coherente con tus pensamientos.
—Esos continuos elogios son peligrosos y corro el riesgo de envanecer mi ego, pero también de alejarme de la realidad. Si todos me dan su conformidad, ¿cómo sería yo capaz de argumentar mis motivos para vivir? ¿Cómo podría ser yo crítico conmigo mismo y con las cosas que me suceden? Aunque te resulte difícil de creer, se trata de un proceso doloroso que debo experimentar en mi soledad. Menos mal que te tengo a ti, con quien puedo sincerarme con franqueza, alguien que comprende mis inquietudes porque realiza el esfuerzo de ponerse en mi perspectiva.
—Me alegro por ello, padrino. Es más fácil dejarse arrastrar por el orgullo que ser crítico con uno mismo, buscando siempre una actitud para mejorar, unos actos que puedan provocar un crecimiento en tu persona, una lucha contra el egoísmo que no resulta nada fácil.
—Gracias de todo corazón, Rosarito. Estoy convencido de que, si algún día formas una familia y tienes niños, la educación de tus hijos será la mejor inversión que puedas realizar. Te lo aseguro.
—Me ves con buenos ojos y ya van veintiuna primaveras.
—Exacto. Te vi nacer como un milagro de la vida y rápidamente, me di cuenta de que eso significaba algo muy grande. Después de todo esta etapa, solo me basta contemplarte. Así, el tiempo que te dediqué se ha transformado en un sentimiento de confianza mayor que un océano. No sabes lo que es plantar con ilusión y luego, recoger el mejor fruto. Bueno, ya me estoy dejando llevar por las típicas meditaciones de un viejo chalado… Perdona, te interrumpí cuando me hablabas de esa escisión en mi interior. Continúa, me interesan tus reflexiones.
—Mi buen padrino, tú representas a la aristocracia, la clase social más privilegiada que existe entre los países de nuestro entorno. Y, sin embargo, te observo y para mí, no eres el prototipo ni la imagen que cualquiera podría asociar a la nobleza.
—Creo que no es la primera vez que hablamos de este tema. Eres muy lista y no me sorprende que, desde hace años, te hayas dado cuenta de eso. Tal vez fuese porque mi padre murió en la guerra de Cuba, cuando yo era solo un jovencito. Esa circunstancia me obligó a madurar de repente y a hacerme cargo de lo que suponía llevar un título nobiliario sobre la cabeza. Si yo te contase con más detalle… pero a veces, mi niña, he tenido la sensación de que ser marqués podía suponer incluso un lastre para mi evolución. Como criaturas humanas que somos, todos tendremos que rendir cuentas al final de la vida, cuando nos pregunten por lo que hicimos con el don de la existencia. Esto es solo un préstamo, un campo de pruebas para demostrar tus conocimientos y el amor que eres capaz de prodigar entre los demás.
—Me encanta tu reflexión.
—Esa es la clave, Rosarito. Darle un sentido a tu paso sobre la Tierra y en función de ese sentido, actuar. Este planeta nos ha visto nacer, pero también nos verá morir. Hoy estamos vivos, pero ¿quién nos asegura que mañana lo estaremos?
—Gracias a Dios, porque conocer el futuro nos causaría un terrible sufrimiento. Por eso, desconocemos incluso lo que nos ocurrirá dentro de un minuto.
—Exacto. Ya paso de los sesenta y por ello, debo estar preparado. No me extrañaría que pronto, tuviera que responder a las preguntas más importantes de la vida. Eso es lo que me preocupa.
—Conozco esos planteamientos, Alfonso. Me los has transmitido durante estos años y con ello, has conseguido que, la que te habla, sepa distinguir entre lo importante y lo accesorio. Nunca me has querido imponer tu criterio ni tu visión de las cosas, algo que te agradeceré siempre. No hay nada mejor que llegar a tus propias conclusiones libremente, haciendo uso de la inteligencia. Por eso eres tan «grande», querido marqués de Salazar y Agudo, porque al educarme, me diste completa libertad para que yo comparara tus consejos con los de otras personas, para que así yo pudiese escoger desde mi corazón.
…continuará…
Belíssimo capítulo. Dom Afonso e Rosarito são pessoas nobres, possuem diálogo franco e coerente. São pessoas que possuem conhecimento Espiritual, estão no planeta para ensinar.
A nobreza desses personagens é clara. Beijos, Cidinha.
Com certeza. Amo .
Gratidão, Cidinha.