—Efectivamente, don Torcuato. Al ver las dificultades que surgían con el parto de la niña, más toda la problemática por la que ya había pasado esta familia, le pedí a Dios que la criatura sobreviviese. Y así ha sido. ¿Qué quiere que le diga? Los pactos están para cumplirlos y yo no voy a ser menos. Consumaré mi promesa, cueste lo que cueste.
—Caramba, su ilustrísima no es solo noble de cuna sino lo más importante, lo es de corazón —respondió el médico con brillo en sus ojos.
—Que Dios le oiga, doctor. En fin, creo que habrá que ir pensando en un precioso regalo para la recién nacida. ¿No les parece señores?
—¡Eh, vosotros! —declaró el ama de llaves dirigiéndose a Antonio y a Consuelo—. Consideraos unos afortunados por la bondad de don Alfonso. Ahora que el señor se ha manifestado de esa manera, ya no tengo dudas al respecto de la cría: ha venido al mundo con un pan bajo el brazo.
—Nosotros estamos agradecidísimos —respondió el padre mientras que se agachaba para besarle la mano al dueño de «Los olivares».
—Levántate, hombre —dijo don Alfonso—, que ya no estamos en la Edad Media. La gratitud proviene del corazón y no de estos rituales más propios de otras épocas.
—En cualquier caso, gracias de todos modos, mi señor —comentó un emocionado Antonio mientras que se disponía a coger a su hija entre sus brazos.
—Espera que la limpie un poco, hombre —indicó la matrona—. Pobrecilla, está llena de sangre. Con tanto abrazo, os vais a poner todos perdidos.
—Qué momentos más sublimes de emoción —prosiguió el marqués—. Aunque no sé si me oirá, voy a dedicarles unas palabras a mi ahijada: querida, solo te digo que, como padrino, trataré de cumplir con mi misión lo mejor posible. Que este sea tu hogar, que seas bien acogida siempre y que crezcas en sabiduría y amor. Que así sea, Dios mío.
Todos los presentes, excepto Consuelo, que tras el esfuerzo se encontraba exhausta, dieron un breve aplauso ante el sentido discurso de don Alfonso.
—Por cierto, ahora que estamos aquí reunidos los presentes, quería expresaros que, como padrino de la niña, me gustaría saber si tenéis ya pensado un nombre para la cría. Caramba, qué emoción. Me gustaría ya dirigirme a ella por su nombre.
—Señor —expresó con gran dificultad la madre—. Yo soy muy devota de la Virgen del Rosario. No sabe usted la de veces que le he suplicado para que mi tercer parto fuese bien y el bebé llegase sano. Si todo iba normal, yo le prometí a mi Virgen que la llamaría de ese modo. Ese será mi mayor agradecimiento y así también la pondré bajo su protección.
—Fantástico —confirmó el noble—. Me parece una magnífica idea y por supuesto, me encanta ese nombre.
—Señor —expresó Antonio —, esa decisión ya la tomamos mucho antes, al poco de quedarse embarazada mi mujer. No ha sido nada nuevo para nosotros. Teníamos tanto temor, después de lo ocurrido con los dos primeros, que por ese motivo recurrimos al amparo de la Virgen del Rosario. Y mire usted que, a pesar de los problemas, la cría ya respira y se mueve.
—Mirad que no pretendo ir de clarividente por la vida, pero tras estrechar el cuerpo de mi ahijada, ya os digo que esta mujercita será alguien importante y, sobre todo, una persona de un corazón inmenso. Esa es mi intuición, aunque será Dios el que tenga la última palabra y lo que ella decida hacer con su propia vida.
Entre el regocijo de los asistentes, don Alfonso, exultante por la escena vivida, dirigió su mirada hacia atrás y comprobó con tristeza, cómo su hijo Carlos había desaparecido de aquel lugar donde no se había sentido cómodo.
—«Vaya —reflexionó para sí—. Este hijo mío no aprenderá nunca. Y eso que ya ha cumplido los catorce. A veces, me saca de quicio.»
—Venga, doña Concha, que traigan una botella de Jerez dulce y varias copas. Me siento rejuvenecido y esto hay que celebrarlo. Hay que brindar por la pequeña Rosarito, la nueva habitante de «Los olivares» y por sus padres. No sé si tú, Consuelo, podrás beber aunque sea un buche, salvo que el galeno, aquí presente, lo permita.
—Bueno, señor marqués, que la afortunada madre moje sus labios en un poco de Jerez, no le hará ningún daño. Como médico, no tengo inconveniente.
Todos los presentes se rieron ante la ocurrencia de beber una copa de vino a modo de festejo. Aquello resultó el mejor modo de recuperarse de un gran susto, de una celebración inesperada con motivo del nacimiento de la cría. Fue como una excelente señal del cielo que marcaría la trayectoria de Rosario Gallardo, hija de Antonio y de Consuelo, ahijada desde ese mismo momento del propietario de la hacienda.
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Una tarde de verano de 1931, cuando Rosario ya tenía doce años, la jovencita se dirigió al gran salón principal de la mansión. Allí había un enorme mueble biblioteca de color nogal que, con sus más de tres metros de altura por diez de ancho, albergaba miles de ejemplares de todo tipo. Como a la cría le encantaba mucho leer, aspecto que le habían inculcado tanto el marqués como sus profesores, su padrino había adaptado la organización de los libros de modo que las novelas estuviesen a la altura de la niña, a fin de que no tuviese que usar la escalera que había allí para alcanzar los volúmenes que quedaban más altos en la voluminosa estantería. Era como si entrar en la pubertad hubiese aumentado el hábito de lectura en Rosario, dejando atrás los relatos infantiles para centrarse ahora en el género novelesco.
…continuará…
Lindo capítulo! linda Rosário!
Lindo capítulo! linda Rosário!
Acho que essa menina vai me encantar. Obrigado pero comentário. Beijos, Cidinha.
evolucionandooooo esa niña…
Sí, está claro que es el personaje más influyente de la historia. Abrazos, Verónica.