—Y bien, queridas, creo que ambas tenéis una interesante historia por contarme —afirmó Juana con un gesto de atención en su rostro—. Empieza tú, Concepción, pues mientras estabas descansando Verónica me ha dicho que te habías enfrentado a una experiencia sobrecogedora aquí mismo, a las puertas del monasterio.
Tras escuchar con esmero la narración que la enfermera le hizo de su encuentro con la fundadora, la madre reaccionó:
—Hermana, tranquila: te creo con toda mi alma. Yo siempre he conservado esa intuición de que Beatriz de Silva andaba por estos pasillos. Son demasiadas las vivencias acumuladas entre estas piedras; por eso ella se mantiene cerca de su comunidad y vela por sus hijas. No estoy hablando de ningún privilegio que nos corresponda: seguro que tiene su corazón dividido para atender con equilibrio al resto de comunidades de la orden. Ella repartirá sus esfuerzos entre los distintos monasterios. Entonces, ¿por qué motivo no iba a pretender dejarte una señal evidente a ti, mi buena hermana, que constituyes un ejemplo de abnegación y de entrega al prójimo? Pues claro que sí, para de ese modo reforzar tu fe a través de su abrazo y de sus maravillosas palabras. También te sentirás plenamente segura de que la fundadora sigue tus pasos y se alegra por tu evolución.
—Con el debido respeto, madre, apoyo todas sus afirmaciones —intervino Verónica—. ¿Ves las cosas ahora más claras, Concepción? Nuestra fundadora apoya a todas sus monjas, especialmente a aquellas que se entregan a su misión. Puedes sentirte satisfecha porque te ha elegido a ti para aparecerse, para regalarte todo su cariño mientras que te estimulaba a continuar con tu camino.
—Bueno, me he quedado sin palabras —indicó la abadesa— y sobre todo con el corazón exultante de felicidad. Cruzo mis manos en señal de agradecimiento a nuestra Inmaculada. Qué puede haber mejor para un convento y su comunidad que poseer la certeza de que su excelsa fundadora se halla entre nosotras proporcionándonos su aliento y su apoyo. En fin, no deja de ser curioso, pero en estos últimos días, han sucedido cosas extraordinarias entre estas paredes. Bien, Verónica, creo que tanto yo como la hermana estamos expectantes por oír ahora tu historia. Promete ser muy emocionante. Por ser más concreta, me estoy refiriendo al período que abarca desde que te desmayas después de parir a tu hija hasta que recobras el conocimiento milagrosamente ayer por la noche.
—Primero, quiero daros las gracias, así como a mi buen doctor Mendoza y a la fundadora, por la atención que me habéis prestado, tanta, que a pesar de que no quería regresar, me habéis traído de vuelta. No me importa reconocerlo, pero después de que me arrebataron a mi niña, yo solo quería morir, desaparecer por completo de un mundo injusto en el que no dejan a una mujer ni siquiera besar o amamantar a su recién nacida. Perdonad mi lenguaje, os lo ruego, pero no me resultará nada fácil explicar el episodio por el que pasé en esos cruciales momentos.
»Al poco de desmayarme, me vi a mí misma frente a un profundo barranco, como el que existe en Carmona junto al antiguo castillo, ese desde el que cuesta tanto trabajo divisar el fondo cuando te asomas a él. Desesperada, di unos pasos hasta llegar al límite de las piedras, porque luego solo existía el abismo. Miré hacia arriba y luego hacia abajo, como observando el frágil equilibrio que había en mis pies. La decisión estaba tomada. No me importaban ni mi juventud ni lo que sería de mi existencia. Todo me daba igual.
»Fue así como cerrando mis ojos y tomando aire, salté y me precipité al vacío. Tal era mi deseo de acabar con mi situación. Noté el vértigo en mi estómago, esa tremenda e incómoda sensación que te acompaña cuando caes desde las alturas. Y, sin embargo, sucedía algo extraño: por más que lo aguardaba, no terminaba de estrellarme contra el suelo. ¿Cómo era eso posible? Y de repente, sentí una mano que me agarraba por la espalda y que frenaba mi descenso. Ni siquiera me giré para comprobar lo que estaba ocurriendo. Lo más asombroso es que por dentro, recuperé la confianza y al instante, quise saber por qué mi cuerpo no había impactado contra las rocas de abajo resultando muerta.
»Al poco, me contemplé de pie sobre la tierra. Alguien me había ayudado a evitar la tragedia. Ya no quería renunciar a una vida donde me habían castigado con crueldad, sino que ahora pretendía vivir y hallar una explicación a aquel enigma. Noté una presencia a mi espalda, cerca de mí. Incluso me invadió una sensación de miedo, pues no sabía ni dónde estaba ni con quién iba a encontrarme. Cuando las dudas más me atenazaban, escuché el son de una dulce voz que me tranquilizó.
—Verónica, mi niña. ¿Te has olvidado de mí? ¿Acaso ya no piensas abrazar a tu madre?
»Dios mío —exclamé al percibir el eco de la tierna voz de mi madre que durante mi infancia me había acompañado—. Giré mi silueta y las lágrimas brotaron sobre mis pupilas. Cómo olvidar el abrazo cariñoso de quien me había llevado en su vientre, me había dado la vida y una educación. Catalina de Guzmán, condesa de Valcárcel, había vuelto de entre los muertos para hacerse presente y salvarme de mi caída a los infiernos, porque no hay mayor pecado que el de quien decide quitarse la vida para escapar de sus problemas. Mi madre estaba irreconocible, su piel estaba más tersa que la mía, presentaba un aspecto luminoso y feliz y, sobre todo, su mirada, esa sí que no había cambiado, con sus ojos azules y penetrantes que me proporcionaron todo el ánimo del cielo. Ya no era esa mujer desgastada en su perfil y avejentada por su terrible enfermedad que había dejado solos a su marido y a sus cuatro hijos.
—¿Veis, hermanas? —expresó Verónica en aquella habitación con un gesto emotivo de sus manos—. Por eso os dije antes que me iba a resultar difícil hallar palabras para describir lo sucedido, sin duda, un fenómeno extraordinario que era necesario.
—Pues no te demores, Verónica —acertó a comentar una nerviosa Concepción—. Estoy a punto de llorar, pero por nada del mundo quisiera perderme tu relato.
—Yo también estoy deseando oír el resto de la crónica —añadió expectante la abadesa—. ¡Dios mío, qué grande es la vida tras la muerte!
…continuará…