Tras unos instantes de silencio expectante…
—¿Te puedo abrazar, Concepción? —expresó con absoluta sinceridad Verónica—. Noto que has sido mi ángel guardián estos días. He perdido a mi hija, pero sin tu ayuda, creo que me habría abandonado al impulso de la muerte, pues hay momentos en los que la existencia pierde todo tu sentido cuando te arrebatan lo que más quieres. Sin embargo, ahora ya lo sabes: gracias a ti y tus cuidados, he vuelto. Dios te bendice por ello y sus ángeles te recibirán en el cielo cuando vuelvas a la auténtica vida. Por eso te pido también que me trates como a una igual, como a una hermana más, no como a la hija del conde de Nebrija.
Tras aquel tierno abrazo envuelto de las más sublimes emociones…
—Está bien, amiga. Te veo muy cambiada. No sé dónde has estado estos últimos días ni con quién te has comunicado, pero tengo la impresión de que ya no eres la misma mujer que estuvo a punto de viajar al otro lado.
—No lo sé, Concepción. Solo el tiempo dará cuerpo a tantas cosas que tengo en mi pensamiento. Preciso de paciencia y te aseguro que la tendré.
—Hermana, quiero pedirte una cosa —intervino la monja enfermera en medio de un creciente nerviosismo—. Ya te he dado de comer y te he atendido como te mereces. ¿Crees que ha llegado el momento de bajar hasta la recepción para ir al encuentro con la madre fundadora? Por más que lo pienso, ha sucedido todo tan rápido y aún tengo la duda en mi cabeza sobre si lo acontecido no ha sido más que un engaño surgido en una exhausta mente.
—En absoluto, hermana. No seas mujer de poca fe. Ella me lo reveló con total certeza. Desciende hasta allí y saluda a la madre Beatriz de Silva. Se encuentra entre estos muros y tú podrás contemplar su inmortal figura.
Dominada por la ansiedad y casi de puntillas, como si no quisiera hacer ningún tipo de ruido, Concepción bajó a toda prisa hasta la entrada del convento, donde se hallaba la recepción. En aquel gran espacio existía un cuadro enorme con el retrato a pintura de Beatriz de Silva y Menezes, la monja que fundó la orden de la Inmaculada Concepción allá por el siglo XV.
Sin pensarlo dos veces, la enfermera encendió un gran cirio que había allí sobre un candelabro de hierro. Empujada por su instinto, se colocó en mitad de la estancia y dándose la vuelta, se arrodilló dirigiendo su mirada al centro de la gran pintura que llevaba un montón de años colgada sobre la pared. No sabía ni lo que hacer, si rezar o permanecer en silencio, si cerrar sus ojos o dejarlos abiertos para no distraerse en pensamientos banales. Al final, se decidió por lo último y al poco, quedó envuelta en una atmósfera de contemplación, casi mística. De repente, comenzó a recitar en voz baja un «Ave María». Después de terminar su oración, le entraron las dudas; no apreció ningún fenómeno ni sensación extraña y se preocupó por la idea de que cualquier hermana o incluso la superiora la sorprendieran allí mismo y en mitad de la noche, arrodillada y concentrada en la observación del retrato de la madre fundadora.
¿Pensarán que estoy loca? —se dijo a sí misma Concepción—. Mi señora, mi vida está en vuestras manos piadosas. Por favor, si lo veis conveniente, dadme una señal.
Volvió a cerrar los ojos. Trató de alcanzar con su respiración más pausada algo de serenidad en su interior y como no lo lograba, se concentró de repente en una agradable sensación de calor que desde los pies hasta el cuello le atravesaba todo su cuerpo. Durante unos segundos, se abandonó confiada al deleite de la acogedora experiencia. Ahora se encontraba más cómoda, como si un reino de paz se hubiese instalado en su pensamiento. Cuando más extasiada se hallaba, sintió la necesidad en su alma de abrir su vista para contemplar con detenimiento la solemne pintura de Beatriz de Silva.
Y así lo hizo. Con lentitud y temerosa por lo que pudiese ocurrir, Concepción fue descubriendo sus ojos poco a poco hasta que se concentró plenamente en la mirada que, desde el cuadro, le dirigía la madre fundadora. De súbito, se produjo un fenómeno extraordinario que la monja guardaría siempre en su recuerdo: la figura de Beatriz descendió del cuadro hasta posarse en el suelo y dando unos pasos, se paró justamente delante de la sorprendida mujer. Luego y tras mostrarle una tierna sonrisa, le indicó con un gesto de su mano que se incorporase. Mirándola con una increíble delicadeza, le dio a Concepción el abrazo más impresionante de su vida. Esta sintió los brazos y las manos de la fundadora rodeándole su espalda y cuando más feliz se encontraba por la calidez del gesto, escuchó en sus adentros la voz de aquella figura:
En el nombre de María, madre de Jesús y nuestra eterna inspiradora, te ofrezco todo mi aliento. Eres una de mis más fieles seguidoras. El Padre celestial te bendice por ello. Continúa así, Concepción. Ahora deberás seguir a Verónica, pues yo permaneceré a su lado.
Tras separarse de la enfermera, Beatriz dio unos pasos hacia atrás y tras dirigirle una última mirada de afecto, se incorporó misteriosamente al cuadro del que había salido hasta acoplarse a la silueta de la figura pintada.
Se hizo el silencio. Concepción, embelesada en todos sus sentidos, se quedó como paralizada, sin poder moverse. Tal era el efecto conmovedor sobre ella de lo sucedido. Solo acertó a pronunciar en voz baja unas palabras repetitivas: «gracias, gracias, gracias». Una vez que su maravilloso encuentro con la madre Beatriz había llegado a su fin, invadida por la gracia de aquella escena, la monja se arrodilló de nuevo, rezó otro «Ave María» y tras erguirse, apagó el cirio y se fue de la recepción del convento.
El poco tiempo que tardó en desplazarse hasta la celda de Verónica le pareció que caminaba sobre el cielo. Era como si durmiese andando, como si no pudiera distinguir si estaba despierta o en sueños. Al aproximarse a la habitación, vio con dificultades que Verónica la estaba esperando junto a la puerta. Se fijó en las alargadas sombras que se proyectaban sobre los adoquines del pasillo, debido al efecto luminoso que ejercía una luna casi llena sobre los cipreses del claustro. Ambas mujeres se abrazaron, sin poder evitar una nerviosa risa de complicidad que evidenciaba el júbilo que se había apoderado de ellas.
…continuará…