—No me quejo —admitió Verónica con una sonrisa—. Ahora parece que estoy un poco mejor. Al principio de ingresar aquí, lo pasé mal con la fatiga y las náuseas. Fueron muchos cambios acumulados de repente en mi cuerpo. Luego, con el transcurso de las semanas, me miro en el espejo y aún no puedo creer que me halle encinta. Pero, Dios mío, si todavía no he cumplido los diecisiete…
—Y… ¿sabéis con exactitud cuándo se producirá el feliz evento? —preguntó la mayor de las primas.
—¿«Feliz evento»? —respondió con un gesto desagradable la muchacha—. No dudo que fuese una fecha de celebración para una mujer que estuviera en disposición de elegir. Os confesaré algo, queridas novicias: el bebé me será retirado en cuanto dé su primera bocanada de aire.
—Pero, mi señora, ¿qué decís? ¿Cómo es posible esa barbaridad? —expuso Ana la menor—. Nadie con un mínimo de corazón se atrevería realizar semejante acción. No puede existir algo más cruel en la vida que privar a una madre de la presencia de su recién nacido. ¿Cómo podría permitirse semejante atrocidad?
—Ah, eso quisiera saber yo —concluyó la hija del conde mientras que alzó su cabeza dirigiendo su mirada a un cielo con nubes blancas que aparecía en el claustro.
—Entonces, ¿es posible que las cosas sucedan del modo tan insensible que habéis descrito? —insistió la menor.
—Pues mucho me temo que sí, Ana. Dios mío, ¿por qué sentiré en mi alma esta grave necesidad de desahogo? Mirad, ¿queréis saber algo muy íntimo que espero sepáis guardar en confianza? —comentó Verónica mientras que agarraba levemente las manos de las dos novicias.
—¡Sí, mi señora! —respondieron al unísono las dos jovencitas.
—Poco antes de traerme aquí, mi padre me juró que mi bebé le sería entregado a una buena familia en la que él había pensado. Al parecer, son buenas personas que se encargarán con esmero de cuidar y educar a mi niño, pero cuya identidad yo siempre ignoraré. Debo suponer que se trata de una familia amiga del conde de Valcárcel.
—Perdonadme, mi señora —intervino la mayor—, pero si yo fuera vos, no podría vivir sin mi criatura después de haberla alojado durante nueve meses en mi seno. Y poco me importarían los motivos que dieron lugar a ese hecho. No soportaría que me fuese arrancado de mis brazos por muy importante que fuera el compromiso o la causa que lo provocase.
—Te he entendido a la perfección, querida novicia, porque eso que expones, es común a cada mujer que habita esta tierra, con independencia de su condición. Mas no sé lo que ocurrirá al respecto de lo que afirmas. Por ahora, prefiero no pensar mucho en ello para no agobiarme hasta el punto de caer en la locura. Eso sí, soy consciente de que llegará la fecha en la que deberé enfrentarme a tan desalmado escenario. Será una terrible situación en la que el crío nacerá y yo, yo… no sabré ni cómo reaccionar —alegó Verónica con lágrimas cayendo sobre sus mejillas mientras que apretaba con fuerza las manos de las dos mujeres.
—¡Dios mío, mi señora! —estáis llorando por el anticipo de vuestro sufrimiento —expresó con ternura Ana la menor—. Os habéis emocionado tanto… que eso habla muy bien del sentimiento que albergáis en vuestro corazón.
—Gracias, pequeña Ana. Ese es mi principal temor. En su día le prometí a mi padre que aceptaría su exigente requisito, mas, atenazada por las circunstancias, no sabía ni lo que decía. Se trata de una condición muy difícil de asimilar para una futura madre. No sé si tendré la voluntad de cumplirla, pues como habéis dicho, ¿puede existir en el mundo mayor tortura que la de separar a una mujer de su criatura recién nacida?
—Disculpad la indiscreción por lo que os voy a preguntar—expuso la mayor—. Tengo una terrible duda. ¿Cómo pudisteis llegar a ese acuerdo tan horrible con vuestro padre?
—Ni yo misma lo comprendo y menos aún cuando ya han transcurrido unas cuantas semanas desde que quedé encinta sin saberlo. Estaba desesperada, he de admitirlo. El conde deseaba saber a toda costa la identidad del caballero con el que había yacido y yo no quise revelársela porque eso me empujaría a un matrimonio sin amor. Mi escarceo sensual fue un acto impulsivo, producto de la inexperiencia, estúpido por mi parte al no prever las consecuencias, empujada por esa curiosidad enfermiza y placentera que las adolescentes desarrollamos ante los cambios de la vida. Yo conozco bien a mi padre. En su cabeza y siempre que ese hombre fuese de digna condición social, él hablaría con su familia para llegar a un acuerdo nupcial. Esa idea me aterrorizó, porque yo no sentía ningún enamoramiento y me arriesgaba a pasar el resto de mi vida atada a un joven sin amor.
—Pero, doña Verónica —interrumpió la mayor de las muchachas—, a menudo el amor se aposenta por el simple paso del tiempo. Quizá con los meses o con los años, os habríais enamorado y el conflicto en vuestro pensamiento se habría resuelto.
—Lo dudo, Ana, porque conozco mi condición, no como mujer, sino como persona. Y yo, a pesar de mi juventud, aún no he traicionado a mi conciencia, con quien hablo con tanta frecuencia que parezco estar loca. A menudo, me enojo por las cosas que obligan a hacer a otras mujeres y ello me conduce a desarrollar y conservar el resquemor en mis entrañas.
—Entonces, fue esa la razón por la que ingresasteis aquí —concluyó la menor.
—Efectivamente. El conde no me dio otra alternativa. O me casaba o entraba en el convento para esconder la vergüenza de mi pecado, salvando así la honra de su hija y de su linaje. En fin, cualquier cosa menos contemplar a su querida benjamina con un niño en brazos y sin marido; imposible de soportar en la mentalidad de mi padre.
—Mi señora —intervino la mayor—. Me pregunto por lo que habría sucedido si hubiese sido ese caballero que os dejó preñada el que se hubiera negado a contraer matrimonio con vos.
…continuará…