Aquella tarde otoñal, Verónica de Nebrija, una joven de tan solo dieciséis años, se hallaba nerviosa. No hacía más que dar vueltas en su estancia del palacio de su padre, el conde de Valcárcel. Cuando al rato escuchó el sonido de los hierros y de las maderas de la gran puerta que daba acceso al edificio, se puso aún más alerta: sabía que había llegado la hora de mantener esa conversación que desde hacía días tenía pendiente con su progenitor.
Ahora, la ocasión se presentaba y no era cuestión de demorar aquella importante charla por más tiempo. Dominada por la ansiedad, bajó rauda las escaleras que daban al patio central de armas…
—Padre, por fin estáis de vuelta. ¡Cuánto os he echado de menos! Decidme, por favor: ¿cómo os han ido las cosas por Granada?
—Bien, hija. No me voy a quejar. Los objetivos que llevaba se han cumplido. Anda, dame un beso, pero no te acerques mucho a mí que tengo polvo y suciedad hasta en el cogote. Los desplazamientos tan largos te dejan exhausto.
—Sí, padre. Me imagino que el trayecto de vuelta se os habrá hecho muy pesado. Supongo que ahora… pues querréis tomar un buen baño.
—Por supuesto —afirmó convencido el hombre mientras que le entregaba su caballo a un criado para que lo condujese a las cuadras—. Un noble necesita estar aseado para cualquier actividad, salvo que esté en tiempos de guerra.
—Claro, lo entiendo, padre.
—¿Eh? ¿Y esa expresión en el rostro? ¿Estás preocupada por algo, Verónica? Ya sabes que tu padre te atenderá en lo que precises. Sin embargo, ya ves, el requisito obligatorio en mi condición es estar limpio. Además, así también me relajaré un poco, que mi cuerpo ya no es el de un adolescente como el tuyo.
—Es increíble cómo me conocéis, de veras. No dejáis de asombrarme.
—Pero, ¿qué pensabas, muchacha? Eres la pequeña de la casa, la única mujer que queda. Tus tres hermanos varones son mayores que tú y a fe mía y por fortuna, ya están casados, han formado sus propias familias y sus vidas se hallan organizadas.
—Se han hecho independientes, todo un orgullo para un caballero como vos.
—Así es, Verónica. En este palacio ya solo quedamos nosotros dos. Como comprenderás, he tenido tiempo más que suficiente para conocer a la benjamina de mi casa. Y eso que, debido a mis ocupaciones, con frecuencia debo salir de aquí y de la ciudad. Ya sabes que tengo muchas obligaciones, mas todo se compensa con el deseado regreso. No te figuras lo que se anhela descansar por unas jornadas en tu hogar después de haber cumplido con tus deberes.
—Es cierto. Como padre, creo que nos has inculcado a todos esa buena idea de cumplir con el propio deber que a cada uno le corresponde.
—Mira, hija. Cuanto más te observo más te pareces a tu madre. Eres una réplica de ella. Hace unos cinco años que la perdimos, pero su espíritu sigue muy presente en mi vida. Antes de irse, la condesa dejó su profunda huella en ti. No sabes cuánto me alegro. No solo eres un espejo de ella en lo físico; yo diría que también en su carácter. Una gran mujer, sin duda… Dios, ¡cuánto la echo de menos! —indicó el hombre con el gesto afectado y la mirada perdida.
—Gracias, padre. Esa comparación hace que mis recuerdos de infancia aumenten su valor y que me resulte imposible olvidarla.
—Y tú… me siento tan orgulloso de ti. Tu asombroso parecido con ella me llena de satisfacción. No cambies, mi niña, que contemplarte espanta mi soledad y me hace consciente de los retos de la existencia. Venga, después hablamos…
Pasado un buen rato, una sirvienta acudió a la estancia de Verónica para avisarla…
—Mi señora, su padre la espera en el salón principal.
—Gracias. Ahora mismo voy —añadió la joven mientras que se ajustaba delante de un espejo el vestido que se había puesto y que había pertenecido a su madre hacía unos años.
Minutos después…
—Pero ¿será posible? ¿Qué ven mis ojos? —comentó el conde de Valcárcel mientras que observaba la silueta de su hija que acababa de penetrar en la estancia—. ¿A qué obedece tanta belleza y estilo en tu forma de vestir? ¿Acaso tenemos esta noche una visita formal o soy el último en enterarme de los asuntos de mi casa?
—Disculpad, padre. Solo trataba de presentarme de la mejor manera ante vuestra vista.
—Pues a fe mía que lo has conseguido.
—Me he vestido así porque, aunque solo vayamos a conversar, yo le doy a esta oportunidad la mayor importancia. De ahí la formalidad de mi atuendo.
—Pareces mayor, sin duda, casi una adulta. Por un instante, pensaba que tus dieciséis años ya habían quedado muy atrás. En fin, a ver qué es eso que me quieres contar. Anda, siéntate. Me voy a servir un vino que bien que me lo merezco después de tanto ajetreo. ¿Quieres un poco de agua?
—No, gracias.
—Qué rostro más serio tienes, hija. Venga, háblame de esas novedades que ansías sacar de tus adentros. Te escucho, Verónica.
Sin mirar directamente al conde, la chica iba desplazando su mirada entre los diversos objetos que existían en el ambiente hasta que halló un punto fijo, detrás de la figura de su progenitor, en el que logró centrar su atención, lo que le permitió relajarse, sentirse más cómoda y empezar a hablar.
…continuará…