—Yo también estoy deseosa de oírte, hermana. Adelante…
—Pues verá, su merced, y le ruego que perdone por adelantado la inmodestia de esta sencilla servidora. Ayer, cuando se ponía el sol, encendí un par de velas para ver mejor aquí dentro. Miren por dónde, no sé si por el agotamiento o por la fatiga de la jornada, me quedé embelesada al observar la llama de una de las velas. En ese momento, aprecié por la espalda como un calor súbito que me subió a través de la columna hasta llegar a la cabeza. En ese preciso instante, me vino a la mente un pensamiento muy extraño. Me obsesioné con la idea, a pesar de las circunstancias, de hablar con la pobre Verónica. Yo, por la mañana, había visto que el doctor Mendoza había hecho lo mismo a la hora de despedirse de ella. Sé que le dio palabras de ánimo en su oreja. Y me pregunté por qué yo no podía hacer lo mismo, incluso creí que sería una buena acción. Eso no le haría ningún daño y me convencí de que le beneficiaría. Me dije a mí misma: «seguro que Verónica me oye y se contagia de mi fe en su curación».
—Y ¿qué tiempo estuviste hablando con la chica? —preguntó con interés la abadesa.
—Si le soy sincera, madre, no lo sé. Perdí la medida del tiempo. Fue como cuando una labor nos absorbe por completo y perdemos la noción de lo que hacemos. La llamaba por su nombre que repetí varias veces y desde el fondo de mi alma le decía que despertase, que se levantara de la cama y que sanase. También le comenté que, cuando se recuperase, le pediría que me contase con detalle toda la escena que supuso el alumbramiento de su niña. Quería saber de sus sentimientos, de lo que había aprendido de su corta pero intensa vida.
—Vaya, qué curioso —expresó algo dubitativo el galeno—. Sinceramente, creo que resultó una buena ocurrencia. Hicisteis lo correcto, hermana. Seguro que eso la ha atado a la cuerda de la vida, que es precisamente la que desean soltar los moribundos. Al insistir en ese mensaje, es como si vos le hubieseis tendido una mano y mi Verónica se hubiese agarrado a la misma. Muy bien, Concepción. Os felicito. Está claro que lleváis la vocación médica dentro de vuestra alma. Madre Juana, tenéis en el convento a una gran enfermera. Cuide bien de ella para que ella cuide también de la salud de la comunidad. Felicidades, Concepción —expresó Alejandro Mendoza mientras que le daba su mano a la emocionada monja.
—Entonces, mi buen doctor, ahora nos hallamos en una especie de compás de espera —concluyó Juana con seguridad—. ¿Creéis que es conveniente que anuncie esa buena nueva al resto de hermanas? A esta hora, se hallan todas rezando en la capilla para que esta chiquilla reaccione ante la llamada de la vida y permanezca entre nosotras.
—Si así lo desea su merced, hágalo. Será un buen refuerzo para sus convicciones. Eso aumentará la fortaleza en sus oraciones.
—De acuerdo. Esto es una prueba de fe que agrandará nuestro sentido de pertenencia y de entrega a Dios y a la Virgen Inmaculada. En un rato vuelvo por aquí. Su afirmación me ha devuelto la alegría, don Alejandro. Y su intuición es prodigiosa, hermana. Mantenga ese alto nivel de entrega a los demás. Es toda una garantía de que nuestra fundadora se ha fijado en este monasterio y en las mujeres que lo habitan. Y eso, sin duda, es porque confía en nosotras y en nuestro trabajo. Y nuestra madre María nos acompaña y nos ampara. He aquí un claro ejemplo de ello.
Al poco de retirarse la reverenda madre…
—Caramba, hermana. Me reitero en lo que os dije antes. Es una pena, según mi criterio, que os halléis aislada entre las paredes tan gruesas de este edificio. Si por mí fuera, os contrataría y vendríais conmigo a atender y cuidar de los enfermos. Qué gran ayuda podríais prestarme.
—¿Yo, señor? ¿Os imagináis a una pobre mujer al lado de una eminencia médica como vos que habéis atendido a nobles familias? Se reirían todos de mí.
—¿De veras que pensáis así? Pues yo les mandaría callar de inmediato para que os mostrasen respeto y admiración por vuestra humildad y capacidad de entrega al prójimo. No creáis que he olvidado vuestro sacrificio con esta joven a la que yo extraje del vientre de su madre. Perdonad, pero creo que los pacientes os besarían las manos y os agradecerían vuestros cuidados.
—Su merced, creo que me estáis sobrevalorando… —afirmó la sonrojada monja.
—En absoluto. ¿No es acaso Dios el que nos observa tanto en el silencio como en la oscuridad, allí donde el hombre no acierta a ver? En fin, continuad así, Concepción, porque bien aquí o donde sea, haréis el bien con certeza. Y cuando vuestra estancia por estas tierras acabe, no guardéis duda: el Todopoderoso enviará a alguno de sus santos emisarios a recogeros. Quién sabe si no será la mismísima madre fundadora la que acudirá hasta aquí en agradecimiento a vuestros destacados servicios.
—Que la madre de nuestro Señor os haya escuchado, su merced. Será por sus palabras o por otros motivos, pero, ahora mismo ya no me noto ni siquiera cansada. En cuanto esta chiquilla abra sus ojos y pida algo sólido de comer, esta servidora considerará como cumplida su misión y le pedirá a la reverenda madre dos días completos para dormir, je, je…
—Ja, ja, habéis estado muy ocurrente, hermana. ¡Cómo se nota que las señales ya están siendo más positivas! Hasta el optimismo me parece que se ha impregnado de las paredes de esta celda… y no se preocupe por un posible agotamiento. Esa resistencia que mostráis se halla en consonancia a la noble naturaleza de la causa a la que servís. Dios nos regala su fuerza conforme al mérito de la prueba. Os aseguro que el cuidado de los enfermos y de los que padecen constituye una tarea de elevado orden.
—Mi señor, habláis como si fueseis un servidor de Dios. Con el debido respeto… ¿no seréis vos quien os habéis equivocado al no haberos consagrado como sacerdote?
—No lo creo, hermana —respondió el galeno en tono divertido—. Servir al Creador y a la causa del amor no dependen del hábito que vistamos, porque hasta el campesino que recoge la cosecha está sirviendo a los divinos propósitos y por ello, le honra, como exigen los mandamientos.
…continuará…