—No os lo diré—afirmó con seguridad la joven—; y bien sabe Dios que lo hago para que no descarguéis la violencia y vuestra venganza sobre él. Padre, sois hombre de armas y os conozco. Hecho el mal, no pretendo que este se extienda y menos sobre el destino de ese muchacho.
—Bien —pronunció con contundencia don Diego—. Al menos ya sé que estamos hablando de alguien joven, quizá un poco mayor que tú, pero con el mismo grado de inexperiencia y de estupidez. Entonces, ¿cómo se llama? ¿Conozco tal vez a su familia?
—Mi señor, os juro que os entiendo porque solo queréis el bien para vuestra hija y vuestra reputación. Su juventud es el único dato que conoceréis de él. Sin embargo, un accidente no se convertirá en desgracia. No es esa mi voluntad.
—Tu arrogancia me está matando el ánimo. Si no fueras la viva imagen de tu santa madre cogería ahora mismo una buena correa de cuero y te azotaría como a un asno. ¿Será posible que mis ojos contemplen tamaña falta de respeto? Te juro que no llego a entender por qué no quieres reconducir esta situación afectada por la vergüenza y la humillación.
De nuevo se hizo el silencio. El conde se volvió hacia el sillón donde se hallaba sentado al principio de aquella engorrosa conversación. Con parsimonia, como si no quisiera perder el control de la situación, tomó otra copa de un mueble cercano y se sirvió otra medida de vino. Transcurrió un rato durante el que el noble se mostró muy concentrado mientras que dirigía su mirada hacia el suelo.
—Y bien, chiquilla, estoy cavilando sobre diversos planes, pero la viabilidad de los mismos depende mucho de la identidad del desconocido y futuro padre de la criatura que se aloja en tu seno. Como te explicaba antes, para continuar hablando, preciso el nombre del «caballero» que se atrevió a profanar tu virginidad, por muy a gusto que tú te sintieras— añadió el hombre con intensa ironía en su tono.
—Padre, ya os he pedido perdón por mi imprudente acto. Disculpadme de nuevo, pero he dejado clara mi postura. A pesar de mi juventud y aunque os cueste trabajo admitirlo, yo también tengo mis razones. No solo vos tenéis honor. Aunque sea mujer, Dios permitió mi nacimiento, por lo que soy también un ser humano y eso conlleva una dignidad a la que no pienso renunciar. Os lo ruego, no voy a desdecirme de mis palabras, de esa promesa que le he realizado a mi propia conciencia.
—Claro, como te he dicho que no te iba a pegar, te has envalentonado; eso es lo que pasa. Cuando tu piel no ve próximo el castigo, el orgullo y las bravatas se hinchan. Mejor voy a dejar de beber, no vaya a ser que se me nuble la mente y reaccione más con las vísceras que con la cabeza. Esa dignidad, de la que por cierto tanto te gusta hablar, se ejercita con la prevención y el buen decoro y no arrepintiéndose como una insensata después de haber permitido el sacrilegio de tu cuerpo. Tengo claro que no te voy a moler a palos, ni a someter al hambre o a pena de aislamiento hasta que reveles el nombre de ese muchacho que te ha alterado la vida. Sin embargo y como comprenderás, ese vientre va a crecer y no es cuestión de pregonar a los cuatro vientos la indecencia de tu comportamiento por los rincones de esta ciudad. En ese caso, Verónica, creo que he hallado la mejor solución para tu indecorosa condición. Ya sé lo que voy a hacer contigo.
—¿De veras, padre? ¿Estáis seguro? —preguntó la muchacha con una grave sensación de temor en sus adentros.
—Sí, será lo más adecuado para todos —expresó el conde resoplando mientras que juntaba sus manos como si estuviese en medio de un ritual religioso.
—Mi señor, soy consciente de que la medida que vais a adoptar será dura y que me la merezco por mi inmadurez, que no por mi maldad. También sé que sois un buen padre y que trataréis de ser justo con vuestra hija. Solo os pido una gracia, porque al igual que vos, creo en Dios todopoderoso.
—Ahora debo ser yo el que me ría por tu contumaz atrevimiento. Veamos, Verónica, después de lo ocurrido… ¿crees aún que estás en posición de exigir? Vaya con la muchacha que no solo no se arrepiente, sino que además pide y pide sin mesura. Vaya descaro a tus dieciséis años.
—Padre, os lo suplico por caridad cristiana y porque sé que sois hombre de fe.
—Vaya, ya me estás escamando con tanta imploración. ¿Quieres soltar ya tu demanda, chiquilla irresponsable?
—Señor, lo único que os pido es que no matéis a la criatura. El niño que nazca, aunque producto del pecado, es del todo inocente y no debe sufrir por la imprudencia de sus padres. No debéis mancharos las manos atentando contra la pureza de ese niño que habita en mi vientre. Sería un crimen que pagaríais en el más allá, donde el Soberano nos juzgará en base a nuestros actos.
—Claro, Verónica, además de tu insensatez quieres jugar a imponer condiciones, como si tuvieses algún derecho tras la falta cometida. ¡Dios mío, qué tortura de pecado es esta! Alcanzo exhausto mi hogar tras servir al rey y a mi nación y resulta que mis problemas no estaban fuera sino dentro de mi propia casa y de mi sangre, en el seno de mi única hija.
—Padre, por favor, no traicionéis los principios de vuestras convicciones, que Dios contempla cada detalle de nuestro devenir. No os convirtáis en esclavo de vuestra espada.
—¡Calla, muchacha! No empeores el ambiente con tantas lamentaciones. Qué palabras más piadosas, pero certeras en otro contexto. Es una pena que queden desfiguradas por los antecedentes de quien las expone.
Llevado por el impulso y tras observar largamente a Verónica, don Diego de Nebrija se levantó con prontitud de la silla hasta acercarse a una de las ventanas que daban al exterior del palacio. Dándole la espalda a su hija, su mirada se quedó clavada en una de las calles de la población. De repente, el silencio de la estancia se vio quebrado por la voz grave del conde…
…continuará…