—Veréis, padre, no sé ni cómo expresarme, pero hay noticias en la existencia cuyo conocimiento no puede ni debe demorarse por más tiempo.
—Sí, sobre todo cuando hablamos de aspectos esenciales que nos afectan.
—En efecto. Mi señor, hace ya más de un mes que no… que no…
—¿Que no? ¿Qué no qué, hija? Perdona mi falta de lucidez, pero después de un viaje tan largo no tengo el cerebro brillante.
—Padre, me estoy refiriendo a eso que sufrimos las mujeres, pero que nos permite concebir la vida en nuestro seno.
De repente, en cuanto el noble comprendió la gravedad de lo que Verónica le estaba comentando, vació su copa con el último trago de vino disponible y la lanzó con todas sus fuerzas al frente hasta que chocó con uno de los muros.
—Hija, ¿he entendido bien lo que tú me has dicho o mis oídos han perdido esta tarde su función de escuchar?
Durante unos segundos Verónica miró a su padre y sus pensamientos se cruzaron. No hizo falta explicar nada más. La chica asintió ligeramente con su cabeza, lo que encendió la cólera de un hombre que no daba crédito a lo que acababa de oír de los labios de su propia hija.
—¿De verdad que llevas a una criatura en tu vientre?
La joven no se atrevió a mirar al noble, simplemente agachó su cabeza y desvió su mirada hacia el suelo. El conde de Valcárcel se incorporó con gran agilidad y acercándose a su querida descendiente, levantó su brazo derecho con el objetivo de golpear a la muchacha en la cara. Verónica, sin pensarlo mucho, como por instinto, se arrodilló ante la alta figura de su progenitor, como entregándose por propia voluntad al castigo físico que le aguardaba.
Sin embargo, un silencio absoluto se produjo en el centro de aquella gran sala, justo donde se hallaban los dos protagonistas de la crucial escena. Diego de Nebrija detuvo al instante su mano, justo antes de que impactara en el rostro de la joven. De pronto, en un gesto como de arrepentimiento, se quedó pensativo y al poco, cesó en su actitud agresiva. Se dio la vuelta y anduvo unos pasos en sentido contrario, dedicándose a farfullar algunas palabras en voz baja, imposibles de captar por Verónica.
«¡Dios mío! ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a golpear a la pequeña de mi casa? Y sin embargo… lo que ha hecho no tiene perdón —pensó con rapidez el conde—. He sentido la presencia de mi esposa a mi lado y… no puedo pegarle a alguien que es idéntica a la persona con la que me casé. ¡Qué desgracia que ella se fuera tan pronto! Si estuviese aquí, seguro que me ayudaría con este problema tan serio. Y ahora resulta que la única mujer que queda en casa me traiciona a mis espaldas. No debo desesperarme —añadió el caballero apretando sus dientes—. La vida me ha curtido en mil batallas y no me voy a rendir por los caprichos de una chica que aún no ha salido de su adolescencia.»
—Mi señor, os pido perdón desde lo más profundo de mi alma. Siento haberos causado tal disgusto, pero… ¿estáis diciendo algo? Por favor, estoy tan agobiada…
—Ya veo lo atormentada que estás —dijo en tono irónico don Diego—. Maldita sea, ¿por qué no lo pensaste antes de dejarte llevar por la concupiscencia? ¿Será posible? Has esperado a que yo regresara de mi largo viaje para darme las peores novedades. Y ahora, en mitad de este temporal inesperado… ¿qué se supone que debo hacer contigo? ¿Crees que vives en medio del campo donde las noticias se ocultan y nadie se entera de nada? ¿Acaso piensas que tu padre es un artesano, un escriba o un vulgar funcionario? ¡Que soy un personaje público, por Dios!
—Lo lamento tanto, mi señor… —respondió Verónica mientras que juntaba sus manos y permanecía arrodillada.
—¿Y tú? ¿No ves las ropas que llevas? ¿No palpan tus manos la delicada seda que compone tu vestido? ¿Es que no sabes dónde vives? ¿Eres consciente de la privilegiada educación que has recibido? ¿Ignoras la dignidad de la sangre que corre por tus venas? Pero si yo he tratado hasta con su mismísima majestad… Y ahora, regreso a mi casa tras cumplir con mi misión y tú me haces esto. Es inconcebible, jamás me lo hubiese esperado de ti, esto es una verdadera felonía cometida bajo mi ausencia. Es tanto como pensar que, incluso siendo ya una mujercita, jamás debería haberte dejado sola. Me haces sentir culpable por mi irresponsabilidad al no velar por ti. Si tu madre siguiese viva… seguro que esto no habría sucedido. Maldita sea, estoy absolutamente convencido de ello.
—Padre, no sé ni cómo merecer vuestra clemencia.
—¡Calla de una vez, mala hija, pecadora! ¿Por qué no te fijaste en las consecuencias antes de dejarte guiar por los más bajos instintos? A tu edad… Tal vez te tomé por adulta antes de tiempo y eso me hizo rebajar la vigilancia sobre ti. Y en el fondo no eras más que una inconsciente.
El conde se quedó de nuevo inmóvil durante un rato mientras que su hija lo observaba con temor aguardando por su siguiente reacción. El hombre se llevó su mano a la barbilla, como si reflexionando, pretendiese encontrar una rápida solución a aquella coyuntura imprevista.
—Veamos, insensata, antes de tomar una decisión contigo, has de confesar algo muy importante.
—Lo que deseéis, padre.
—Está bien: y no se te ocurra engañarme. ¿Quién es el padre de la criatura que habita en tu seno? Resulta esencial saberlo para arreglar este delicado asunto. Es lo primero que se me viene al pensamiento, es decir, hablar con su padre y llegar a un acuerdo con él. La boda será inmediata para no sufrir más oprobio. Todo ello suponiendo que ese joven pertenezca a una buena familia, pues en caso contrario, tendríamos un problema añadido.
…continuará…