SOMBRAS DE DIOS (1) Verónica de Nebrija

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Mi Señor, mi amantísima Virgen, mi querida y admirada Beatriz, cuánto os agradezco la dicha de permitirme revelar estas memorias, reflejos de una época, historia pura al trasluz, huellas que otros tendrán que pisar por estas benditas tierras de Andalucía, que no es sino la voz de la niña más hermosa enmadrada con su España.

Más allá de cortes y reyes, de esa plata venida por el Guadalquivir y dilapidada en guerras de orgullo, de nobles y validos endiosados en sus torres de marfil mientras que al pueblo le dolía la barriga del hambre y las escarcelas se vaciaban con impuestos, más allá de todo eso, hay historias que conmueven. Son solo relatos de mujeres aisladas, de conventos de clausura, de monjas cinceladas por propia voluntad y de otras empujadas por las circunstancias, pero esa era la cruda realidad de los años de un siglo de Oro para las artes y de ruina para sus habitantes. Cuanto más se debilitaba la nación en su economía, cuanto más se desangraba en sus recursos, más ascendía en la espiritualidad de sus hijos, la única fuente que nunca se agota y de la que siempre se puede beber.

Al menos, gozábamos del consuelo de leer las inmortales letras de maravillosos escritores (yo que podía) o de contemplar una arquitectura barroca enrevesada reflejo del alma de sus autores, ojear unas pinturas tenebrosas o escuchar los cantos de unas gargantas que parecían sonar como hermosas melodías de ultratumba.

Sin embargo, es en medio de las miserias cuando Dios nos pide obrar. ¿Quién querría ofrecer su plato en etapa de abundancia? ¿Quién pediría limosna con los bolsillos llenos? En mis tiempos había cacharros, pero no con qué llenarlos y las diferencias sociales eran muy acusadas, tanto que los estratos entre personas parecían los pliegues de una montaña que ni con los siglos se alteran.

Desde la cuna nacías abocado a la riqueza o a la estrechez, a la cultura o al analfabetismo, a la saciedad o al apetito a todas horas y desde los primeros rayos de la inteligencia, la gente sabía que esa coyuntura, salvo prodigios del destino, jamás cambiaría.

Yo fui afortunada y desde que me depositaron en mi primer moisés tuve libertad para elegir, al menos hasta cierto punto, lo que de por sí ya constituía una inmensa ventaja en un mundo repleto de cerraduras y candados, donde los que disponían de llaves se contaban con los dedos de una mano.

Mi carne fue de noble linaje, pero impulsada por la curiosidad y las ganas de experimentar, de joven cometí un terrible «error», o al menos eso se decía en aquel período. Sin embargo, incluso el peor de los deslices, puede traer a tu vida la puerta a otra dimensión, esa que solo se abre cuando Dios te mira a la cara y con la llave que Él te da libera su cerrojo a través de los buenos actos.

Sufrí lo indecible, porque para una madre no existe mayor tortura que renunciar a lo que más quieres, pero eso me permitió hermanarme con la bondad y esposarme con los misterios de la Inmaculada Virgen, esa señora a la que no se le puede responder con una negativa cuando roza con sus delicadas manos la piel de tu alma.

Y he aquí que, frente a su dulce llamada, le di mi anuencia y fue así como aprendí a amar, a perdonar y a sacrificarme, no con el dolor de mis entrañas sino bajo la inspiración de los más bellos ideales y de una de sus emisarias favoritas: la madre Beatriz de Silva. Yo no era digna de oír en mis orejas la insigne melodía de la madre de Jesús, pero sé que ella se fijó en mí, que atendió mis humildes súplicas y que, por ese motivo, me envió a una de sus más esclarecidas hijas, bajo cuya custodia tuve el honor de servir al Señor y a los demás.

Beatriz fue mi guía, con quien me pude comunicar. La iluminación de sus palabras provocó en mí la orientación de mi vida y de mi deber. Porque ya os digo, queridos hermanos, que no hay mayor gozo que el de entender cuál es el sentido de la propia existencia. Mas no basta con comprender: luego hay que actuar y una vez que has asimilado la filosofía de los cielos, hay que plasmarla en obras.

De nada sirven los proyectos de las más altas catedrales si solo permanecen en la mente oculta del arquitecto. No basta con soñar, hay que edificar. De nada sirven las más bellas pinturas sembradas en la fértil imaginación del artista. Un día, a cualquier hora, ha de tomar el pincel y empezar a mezclar sus colores sobre el lienzo. Hasta Fidias, Donatello o Miguel Ángel tuvieron que arremangarse, levantarse de sus sillas, coger martillo y cincel y pulir el más refinado de los mármoles.

Y es que no basta con las ideas. Cuántos seres durmieron en la calma de sus ilusiones. Pasaron por la vida soñando, medio inconscientes, pero jamás apretaron con sus dedos las manos del prójimo para escucharles, ayudarles o simplemente, compartir sus desdichas y aliviarles. El Señor no vive de las oraciones de sus hijos, nos pretende trabajosos y firmes ejemplos de sus eternos valores plasmados en la sublime doctrina de su más elevado embajador: Jesús.

Solo así y con el paso del tiempo comprendí que mi amadísima Beatriz me transmitía apenas lo que la más impoluta Inmaculada a ella le pedía, que a su vez se lo demandaba el Redentor del mundo bajo las órdenes del Señor Creador de los Cielos, de lo visible y lo invisible.

Cuán pronto entendí que no hay aspecto más esencial en este plano que cumplir con la voluntad divina y que esta pasa por llenar el zurrón de tu vida con las buenas obras, las obras de amor, de ese amor por el que los cielos y las tierras fueron creados, así como las criaturas humanas que somos sus hijos.

Admito que no entré en el convento ni me convertí en monja por propia aquiescencia, pero algún ser celestial debió inspirar los designios de mi padre para que así lo hiciese y, de este modo, me regalase la más brillante oportunidad de mi existencia. Confieso que estamos destinados a vivir eternamente, a transformarnos, a transmutar nuestra perecedera carne en el verdadero oro espiritual que es la caridad.

Quiera Dios que estas palabras descritas en mis memorias puedan aclarar a algunos el último sentido de sus vidas, porque hay anuncios inmortales y que trascienden los tiempos: tal es el poder universal del amor. Pedid al Creador cuanto queráis y a continuación, ofreced vuestra mano al prójimo, que Dios os concederá lo justo y necesario.

Desde el cielo, ruego al Señor por todos vosotros y ruego a la Virgen María para que extienda su bendito manto protector sobre vuestras almas.

Verónica de Nebrija — Madre superiora

…continuará…

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