—Cuánta razón tenéis, señor —afirmó muy convencida Concepción—. La verdad habla por vuestra boca. En fin, dejemos las cosas como están, cada uno en su lugar. Vos en la medicina y yo entre estos muros.
—Cierto, hermana. Que así sea. Bueno, voy a marcharme. Hoy le tengo que dar las novedades al conde del estado de salud de su hija. Está sufriendo mucho con esta cuestión. Fui yo quien le aconsejó que no visitase a su benjamina para que no alterase el proceso de restablecimiento. En fin, mañana volveré por aquí. Entre la atención y los cuidados que vos le habéis dispensado y la sonrisa inconsciente que antes me dedicó, creo que vamos por el buen camino y que no le queda mucho para recuperarse.
—Qué buena noticia, don Alejandro. Pues hasta mañana y que Dios os bendiga.
—Y a vos también, hermana. Por favor, haced caso de mi consejo: no cambiéis, porque si hubieseis nacido hombre, estaríais en la universidad formando a los futuros médicos.
Esa misma jornada, una vez que anocheció, Concepción dejó sola en la cama a la enferma por unos instantes. La monja había sentido tanta hambre en su estómago que, no aguantando más, se dirigió a la cocina de la planta baja para coger algo de comida y volver rauda a cuidar de la joven. Cuando alcanzaba los últimos escalones para acceder al pasillo que daba a la habitación de Verónica, se quedó parada y sorprendida durante unos segundos. Fue así como advirtió el resplandor de una luz blanca, potentísima, como si la mismísima Virgen hubiera iluminado la celda de la joven, a una hora en la que solo las velas podían aportar un poco de claridad al interior del convento.
Como no estaba segura de haber sufrido una alucinación debido a las largas horas de esfuerzo y cuidado que la habían agotado, de repente notó la necesidad de asegurarse de la veracidad de su experiencia. Por ello, dio a toda prisa los pasos necesarios para penetrar en la estancia. Pretendía comprobar si lo ocurrido había sido un fenómeno natural o simplemente, el engaño de una mente cansada. Por precaución, dejó los alimentos sobre el suelo.
Nada más entrar allí, no pudo por menos que arrodillarse al lado de la puerta y juntar sus manos a la altura de su pecho en señal de devoción. Lo que contempló, jamás lo olvidaría. Observó la silueta resplandeciente de una señora de mediana edad que portaba un hábito blanco con una túnica azulada que la cubría y un velo de color oscuro sobre su cabeza. Lo que parecía ser la figura de una monja celestial sonrió a Concepción y luego, con su mano derecha, le hizo un gesto claro para que fijase su atención en el cuerpo tendido de Verónica en la cama.
No hubo tiempo para más. Tras un breve fogonazo que incrementó aún más la intensidad del momento, la presencia de aquella señora desapareció por completo quedando el cuarto iluminado solo por las llamas de las dos velas que anteriormente había encendido la monja enfermera.
A los pocos segundos, después de recoger las viandas y aún no repuesta de lo acontecido, sucedió un hecho igual de asombroso. Al fijarse bien y adecuar su vista a la penumbra, el rostro joven y hermoso de Verónica se hizo presente. Ella se incorporó del lecho para luego sentarse con lentitud en la cama. Al poco, con una voz dulce y melodiosa, dijo:
—Hermana, que Dios te guarde. La madre Beatriz me envía un afectivo recuerdo para ti y me confirma que te ama en toda su plenitud. Me ha dado un encargo: cuando me hayas dado lo que has traído de comer, acude a recepción y allí la verás.
Concepción se quedó como extasiada ante la fuerza de aquellas palabras. Cerró sus ojos con todas sus ganas y al poco los volvió a abrir, como queriéndose cerciorar de la realidad de lo sucedido ante su atónita mirada. Balbuceante, se atrevió a hablar…
—Pero, pero… Verónica, ¿sois vos, hermana?
—Pues claro que sí. ¿Quién otra podría ser? Dios mío, qué débil me siento, pero… al mismo tiempo, qué fortaleza de ánimo envuelve mi espíritu. Querida, tengo que contarte tantas cosas que no sé ni por dónde empezar. Perdón, lo que veo en tu mano… ¿es justo una jarra de leche?
—Sí, es una de las cosas que he «robado» de la cocina. Te la verteré en un vaso para que te la bebas y luego, si quieres, te comes este plátano con un poco de pan que te juro que no está duro. Por si no lo has oído, esta fruta repone las energías de un muerto. Eso sí, ten paciencia, te lo ruego, que tu cuerpo lleva varios días sin probar nada sólido y hay que ir poco a poco. No quiero que vomites por tragar sin masticar bien.
—De acuerdo, lo intentaré.
—Espera, no te apresures. Te partiré el plátano en porciones pequeñas —afirmó la enfermera mientras que sacaba de su hábito una diminuta navaja.
Mientras que la hija del conde comía muy despacio y parecía que el brillo por fin retornaba a sus pupilas, la enfermera no le quitaba el ojo, como queriendo asegurarse de que aquella persona que tenía enfrente era la misma que había estado al borde del colapso y que por fin había vuelto a la vida. Quedándose más tranquila, de pronto se sonrió al darle de comer hasta que, de tanto mantener el control sobre sus emociones, comenzó a llorar desconsoladamente, a modo de desahogo. Concepción sabía que sus lágrimas no provenían de la tristeza sino del regocijo al haber conseguido que su gran amiga Verónica regresase de la frontera de la muerte.
—Uf, Concepción, muchísimas gracias por la comida. Ya me siento mucho mejor. Estaba como mareada, era como si el cuerpo me pesase menos.
—Bueno, está claro que habíais perdido unos cuantos kilos. Lo raro es que aún estéis viva. Debe ser la voluntad del Señor la que desea que permanezcáis aquí y ha debido ser por un buen e importante motivo. ¿Quién conoce los designios del Altísimo? ¡Quién sabe si en vuestro sopor no se os ha revelado la razón primordial de vuestro regreso, algo que deje huella en este monasterio!
…continuará…