La joven, a pesar de su avanzado estado de gestación, no correteaba, sino que casi volaba por los pasillos y las escaleras que daban acceso a aquella estancia para visitantes; tal era su afán por abrazar y hablar con su progenitor. El motivo lo tenía claro: en lo más profundo de su alma albergaba la más esperanzadora ilusión.
¡Quién sabe! Tal vez el conde aceptara dialogar con ella y con unas lágrimas emotivas y unas sonrisas bien medidas, quizá la voluntad firme de su padre se quebrase y en ese caso, podría aceptar que su pequeña de la casa diese a luz a su bebé en su palacio. E incluso con su nieto ya nacido, don Diego daría su consentimiento a que Verónica pudiera desarrollar una vida normal en su propio hogar, como cualquier mujer que acaba de parir a su criatura. Su pensamiento iba tan rápido que notó cómo su corazón se le aceleraba al tiempo que el sudor, producto de su ansiedad, hacía acto de presencia.
Cuando por fin alcanzó aquella sala cercana a la entrada al edificio y abrió la puerta, la decepción que sintió la chiquilla resultó mayúscula.
—Pero, pero… ¡Alejandro Mendoza! ¿Qué haces tú aquí?
—¡Ay, mi señora! —afirmó el caballero mientras que realizaba una ligera reverencia como muestra de respeto—. Cualquiera diría que habéis visto al mismísimo diablo. Dios os guarde, pero vengo en son de paz y, sobre todo, con unas ganas intensas por agradaros. Que la inspiración de nuestro Señor os ilumine el rostro para que así me pongáis mejor cara. Solo soy vuestro más humilde servidor desde que llegasteis al mundo. ¿Acaso lo habéis olvidado, doña Verónica?
—Está bien. Te debo una disculpa, mi buen amigo —dijo la joven mientras que corrió hasta abrazarse con el hombre—. De veras, estaba convencida de que se trataba de mi padre el que acudía hasta aquí a ver a su pequeña. Y por favor, no me trates de esa forma tan protocolaria, que estamos en un convento donde todas somos iguales en dignidad, pues somos servidoras de Dios y de nuestra Señora. Es imposible olvidar que me trajiste a la vida hace ahora diecisiete años. Mi buen Alejandro, mi buen doctor, ahora que lo pienso sí que me alegro de tu presencia y de que hayas venido a verme. En mis circunstancias, lo que más deseo es estar rodeada de personas sabias y expertas, que me aporten buenos consejos. Le doy gracias a nuestra Virgen Inmaculada por permitir esta visita.
—Pues claro que sí, mi niña, o más bien debería decir mujer, porque ya eres completamente una adulta que, además, lleva una vida dentro. ¡Dios mío, cómo han cambiado las cosas! Y pensar que la última vez que me crucé contigo eras una adolescente perdida entre sus sueños de juventud. Y ahora… quién lo diría… vas a ser madre, con todo lo que eso conlleva.
—No me lo recuerdes, Alejandro. Hace unos días mantuve una conversación muy seria con la superiora al respecto de ese tema.
—Pues sí. Algo me ha comentado la madre Juana sobre ese asunto. Parece una mujer mesurada y de buen raciocinio y también una buena consejera. Seguro que te ha tratado bien durante estos meses de permanencia aquí.
—Sí, desde luego, no tengo ninguna queja de su trato. Es una magnífica religiosa que me ha ofrecido su protección y su inestimable guía. En realidad, ha sido como una segunda madre para mí, que bien que echo de menos la presencia de mi querida doña Catalina, ya fallecida.
—Cierto, qué gran mujer. Qué pena que se fuese tan pronto.
—Alejandro, mi estancia aquí ha sido mejor de lo que yo esperaba. Con las hermanas no he tenido ningún problema y su compañía me ha resultado muy grata. Te aseguro que mis relaciones con ellas han sido estupendas. Es cierto que he puesto de mi parte para adaptarme a la vida monástica, pero he contado con su colaboración. Me he integrado como una más en todas las actividades y he procurado pasar desapercibida, aunque todas sabían de mi condición y de los motivos por los que el conde me ingresó aquí.
—Cómo me alegro por ti y por este convento, que ha podido contar con la colaboración de un miembro de la nobleza como si fuese una hermana más. Entiendo que, como buena hija, esperases la visita de don Diego; esa fue la causa de tu desagradable sorpresa cuando me viste. Sin embargo, las cosas son como son y yo voy a hacer lo que mejor se me da, que es mi trabajo como galeno. Tendré que reconocerte para comprobar cómo estás de salud, querida, pues ese es el encargo que he recibido del conde. ¿Qué? ¿Ya más tranquila, Verónica? Tu padre está muy pendiente de tu estado y ahora que se aproxima el momento final de tu embarazo, me ha enviado para cerciorarse de que la pequeña de la casa esté bien. Y a fe mía, mi niña, que te veo perfecta, al menos por fuera. Ya sabes que nuestra apariencia externa nos proporciona información de cómo andamos por dentro.
—Caramba, mi buen médico, valoro tu siempre agradable presencia, pero si el conde se preocupase tanto por mí, lo adecuado habría sido que viniese hasta aquí a interesarse por mí y no que te enviase a ti como un vulgar emisario. Bueno, me parece que él no tiene remedio. Y a todo esto, ¿cómo está mi padre?
—Para su edad y con todas las batallas que lleva a sus espaldas, no se encuentra mal. Y no solo se trata de eso, sino que también ha debido trabajar duro por la administración de sus tierras y de sus bienes. Eso le ha mantenido activo y ágil; por eso su cuerpo aún responde bien, pues está entrenado en la superación de los problemas cotidianos. Hablo de su fortaleza y de su claridad de miras, ya que su cabeza trabaja a buen ritmo y con lucidez. Creo que el rey y su nación se lo agradecen y es justo que así sea.
—Es una buena noticia, sin duda. Se ve que está llevando mejor de lo que esperaba la ausencia de su esposa. Fue un golpe muy duro para él, porque estaban muy unidos como pareja y se compenetraban a la perfección. Incluso siendo yo una cría me daba cuenta de su excelente afinidad. Una lástima lo de mi madre, porque aún serían muy felices. Está claro que a veces el destino no se comporta con nosotros como nos gustaría —afirmó la muchacha mientras que fijaba su mirada en Alejandro y sonreía irónicamente.
…continuará…