Justo en ese crucial momento, se oyó un grito terrible que provenía del andén. En segundos, cuando el primer vagón del convoy de un metro atravesaba la estación a toda velocidad, se escuchó un fuerte topetazo, como si algo hubiese impactado con el primer coche del tren. Tras desaparecer el convoy en la oscuridad del túnel…
—¡Dios mío! —exclamó Martín preso del pánico—. Algo ha chocado con el metro. Voy a mirar qué ha pasado.
—Creo que ya lo sabes, amigo —comentó Romano convencido de lo que decía—. Te avisé de que sería duro, pero ve a comprobarlo. No hemos realizado este largo viaje para nada.
Unos instantes después…
—No, por favor. Es el cuerpo desmembrado de una persona, creo que de una mujer. ¡Cuánta sangre! Romano, ven, esta imagen es horrenda. Creo que se ha lanzado contra el primer vagón que entró en la estación y la ha destrozado.
—¿Reconoces a esa mujer, Martín? Dime.
—¿Cómo podría saberlo? A pesar de las heridas, parece joven y yo diría que hasta guapa. Qué catástrofe para una criatura tan hermosa. Y… ¿por qué haría eso? Y a esa edad… ¿a quién se le ocurre? Menuda vida perdida.
—Es cierto —afirmó Romano mientras que se situaba cerca del joven—. ¿No te recuerda eso algo? Trata de hacer memoria, muchacho. Cuando tú tenías una edad parecida, también trataste de acabar con tu existencia, aunque afortunadamente, no lo lograste.
—Es verdad, todo fue fruto de mi desesperación. En esas circunstancias uno deja ya de usar la razón y solo se ve arrastrado por la desesperanza y por las ganas de acabar con todo. Hubiese sido una estupidez por mi parte. Tirarse al tren o morir por tu propia mano, sea cual sea el método, no arregla nada. Después de todo, somos inmortales. Esa es la primera lección que uno recibe nada más morir. ¿No es cierto, mi buen instructor?
No hubo contestación a la pregunta de Martín. Un turbador silencio se hizo dueño de aquella atmósfera tan cargada. Ante la incertidumbre generada, el joven miró hacia atrás buscando la respuesta de Romano o algún gesto por su parte. De repente, se notó nervioso. Movió su cabeza hacia un lado y otro, tratando de hallar la figura de su maestro, aquel que le había aclarado tantos aspectos después de haber perecido en el incendio de la casa y que tanto le había ayudado a la hora de conducirle hasta aquel escenario tenebroso.
«Pero… ¿dónde diablos te has metido Romano? —pensó una y mil veces la mente de Martín.»
—¡Eh, amigo, no es momento de gastar bromas ni de esconderse! El decorado es lo suficientemente serio como para no andarse con jueguecitos. Por favor, regresa, necesito que me expliques una serie de cuestiones que no logro comprender.
Tras unos momentos de desasosiego, Martín continuó hablando, aunque sin la seguridad de ser escuchado.
—¿No irás a quitarte de en medio justo ahora, cuando más necesito de tu orientación? No me dejes abandonado aquí, por favor, delante de este drama.
La figura de Romano se había esfumado. Aunque Martín anduvo unos metros en todas direcciones, no logró hallar ningún rastro de su presencia y empezó a tener la sensación de encontrarse más solo que nunca. La sensación de inseguridad en él se fue acrecentando…
Alarmado por la situación, no tuvo más remedio que doblar sus piernas y sentarse sobre el suelo de la estación. Sumido en el desconcierto, adoptó la postura de un pensador que lleva sus manos a la barbilla a efectos de descubrir lo que estaba sucediendo en aquella espeluznante secuencia.
Dominado aún por la sorpresa y al cabo de unos minutos, percibió a unos metros la figura de una mujer que se acercaba por el andén caminando hasta quedarse parada a escasos centímetros del hueco por donde había circulado el convoy del metro hacía un tiempo. De repente, se dio cuenta de que aquella joven estaba como pensando en voz alta y que movía sus labios. Dirigiendo toda su atención hacia ella, se aseguró de que podía escuchar lo que decía…
—No lo entiendo. Pero… si hace un rato me he lanzado al tren… ¿por qué sigo aquí, por qué sigo pensando? ¿Por qué sigo existiendo, maldita sea? ¡No, por favor, otra vez no! Quiero desaparecer, ausentarme para siempre, hacerme invisible. ¿Será posible? Algo debo estar haciendo mal para que esto no me funcione.
De pronto, la extraña giró su cabeza y notó que la figura de Martín se encontraba allí, justo a escasa distancia de ella.
—¡Eh, tú! ¿Quién eres? —dijo la chica elevando agresivamente el tono de su voz—. ¿Qué, te gusta disfrutar de las desgracias ajenas? Eres un pervertido ¿verdad? Me da asco saber que hay gente como tú que se recrea con el dolor de los demás. No lo puedo creer.
—Pero, pero… ¿qué estás diciendo? —preguntó sorprendido Martín—. Yo no tengo nada que ver con este fenómeno. Me han traído hasta aquí y de repente todo esto ha surgido delante de mi vista. Sin embargo, ahora ya lo sé —gritó horrorizado el joven—, eres justo la misma persona que hace un rato se ha tirado contra el tren cuando entraba en la estación.
—¡Qué sabrás tú!
—Pero, mira, debes estar loca, porque tus restos están esparcidos por el suelo. Estarás muy desesperada para hacer lo que has hecho. ¿Es que no te reconoces, mujer?
—Claro que me reconozco. ¿Y qué importa eso ahora? ¿Estás tonto o qué te pasa? Sé lo que acabo de hacer, no he perdido la cabeza.
—¿Cómo? No es posible. Si acabas de lanzarte y el vagón te ha destrozado el cuerpo, ¿cómo puedes surgir de nuevo y aparecer ante mí? ¿Cómo puedo estar hablando con alguien que acaba de morir? Dios mío, ¿seré yo el que se está volviendo majareta?
…continuará…