—Desde luego que sí. Y mucho peor, señorita. Si me lo permite, se lo voy a demostrar con hechos objetivos.
—Cuénteme, por favor.
—Recuerdo que al inicio, una vez casado, solía llegar tarde a casa. Nada extraño, porque el trabajo se iba incrementando y como soy una persona que me gusta controlar, pues necesitaba muchas horas de supervisión para verificar que el negocio iba evolucionando y creciendo más y más. Por ese motivo, la educación de mis hijos correspondía casi en exclusiva a mi difunta esposa. Ella se encargaba de recogerlos del colegio, de alimentarles y de tenerles a punto, fuese lo que fuese. Aunque los ingresos familiares subían, mi mujer no quiso nunca recibir ningún tipo de ayuda. Claro, decía que si contratábamos a alguien, se aburriría y que eso, a la larga, le perjudicaría y le impediría disfrutar plenamente de la presencia de sus dos niños. Pero ya se sabe, a raíz de su enfermedad y de su fatal deterioro, esa labor de control se fue diluyendo como un azucarillo en agua caliente y si bien los pequeños ya habían crecido, echaron muy en falta la presencia de su madre. El problema se centraba especialmente en mi hijo mayor, Alberto, que contaba con veinte años cuando mi esposa falleció. Había sido un adolescente conflictivo, no había querido estudiar y pasaba muchas horas perdiendo su precioso tiempo en la calle con su grupo de amigos, los cuales, desde luego, no eran un buen ejemplo para él.
—Ya, creo que empiezo a entender. Se trata del típico joven al que ya se le ven venir las tendencias desde temprana edad y que una vez que desaparece su principal apoyo, en este caso su madre, comienza a desordenarse cada vez a mayor velocidad.
—Sí, eso es. Lo ha descrito usted a la perfección. Ha acertado con el diagnóstico.
—Y… ¿qué hizo usted al respecto?
—Yo… pues bastante tenía con haber perdido a mi querida esposa. Estaba bloqueado y para colmo, coincidió con la necesidad de invertir más horas en la empresa, que por aquel momento, se hallaba en plena fase de expansión. Para evitar problemas, le daba más dinero a mi hijo a efectos de que me dejase tranquilo, usted ya me entiende. Además, yo no tenía experiencia como padre, como educador, pues esa labor tan esencial la había dejado en manos de su madre. Por dentro, me notaba aliviado, pues creía que ganando tanto dinero, a ellos no les iba a faltar absolutamente de nada. Aquello era como un círculo vicioso, cada vez en peor situación. Por cobardía o por comodidad, llámelo como quiera, me refugiaba más y más en mi trabajo, como forma de evitar los problemas domésticos. Mientras que mi esposa vivía, aquella insensatez se hallaba sujetada, pero una vez que ella se fue, las hostilidades se desataron.
—Ya. Puedes tener un gran coche, pero si el conductor es malo, no solo desaprovecharás el vehículo, sino que además podrías provocar un accidente. Entonces, ¿qué pasó con Alberto, su hijo mayor?
—Dios mío, la acabo de escuchar y me he echado a temblar.
—¿Por qué dice eso, señor?
—Pues justamente por lo que acaba de afirmar. Es que fue justamente eso lo que ocurrió. No sé si ha acertado por casualidad o por su capacidad para anticiparse a las cosas, pero uno de los caprichos de mi primogénito era conducir su propio coche deportivo. Al principio, yo me negaba. No le veía con la madurez suficiente, el chico era bastante alocado y sus amistades no me daban confianza ni resultaban recomendables. Por no prolongar el desafío, alcancé un acuerdo con él. Si se comprometía a obtener el carnet de conducir, para lo cual debía estudiar y examinarse, yo le compraría un automóvil deportivo. El muy “canalla” me dejó sorprendido, porque en un tiempo récord se puso a memorizar la teoría y realizó sus prácticas con éxito. Todo eso me demostró que cuando el chico ponía su voluntad en algo, porque le interesaba, era capaz de conseguirlo. Fue de este modo que superó el examen y me vi obligado a cumplir con mi promesa.
—O sea, que el joven Alberto se salió con la suya…
—En efecto. Jamás me arrepentí tanto de haber llegado a ese acuerdo con mi hijo. Unos meses después, sucedió la tragedia, un nuevo golpe que sumar a la pérdida de mi esposa, un bloqueo más en mi mente, una irracionalidad tal que creí volverme loco… Yo no tenía ni idea, pero en las afueras de Sevilla, al margen de la actuación policial, se producían carreras ilegales de coches donde los chavales apostaban y algunos ganaban bastante dinero. En aquella época, había noches en las que mi hijo ni siquiera dormía en casa. Supongo que se quedaría en el domicilio de alguno de sus “amigos” que ya eran mayores de edad. Lamentablemente, me despertaron en mitad de la madrugada. Lo único cierto, porque no deseo recordar más aquellas circunstancias, es que me comunicaron por teléfono la peor noticia que podían darme. Durante una de sus carreras y a gran velocidad, mi hijo había perdido el control del vehículo y al final, dio varias vueltas de campana hasta estrellarse. Falleció en el acto y no se pudo hacer nada por evitar su muerte. Imagínese la terrible escena y con qué riesgo iría conduciendo el coche para acabar así, con esa violencia en el impacto. Me quedo sin palabras para describir lo sucedido y lo que se me pasó por la cabeza durante aquellas terribles jornadas. Alberto Ruiz, una persona que había comenzado un negocio desde cero, alguien que se había convertido en uno de los empresarios más exitosos del país, y sin embargo, como padre y como esposo, era una completa ruina.
—¡Dios mío, qué horror! Después del primer mazazo, la vida le volvió a machacar como dándole un segundo aviso.
…continuará…
Devastador!!Perder La Esposa como que se hace mas aceptable ante la perdida del hijo , Si, es un error no involucrar a los hijos en las rutinas de uno, se va perdiendo todo! y no importa los aportes materiales si no hay comunicacion ni conexion, lo se x experiencia!
Pronto vamos a recibir novedades al respecto de este empresario y de su situación. Feliz semana, Mora.