Hace mucho, mucho tiempo, vivía una joven princesa en su castillo. Era esbelta y muy bella, la hija única de su padre, el rey. Al carecer de hermanos, algún día lejano, ella heredaría el trono. Su madre, la reina, había fallecido unos años atrás. Le encantaba caminar por el jardín de la fortaleza, recoger flores para secarlas y guardarlas entre libros. ¡Cómo amaba leer y embeberse del contenido de los mismos! Tenía además dos perros a los que trataba con gran amor y al mediodía, miles de pájaros acudían junto a ella revoloteando debajo de su árbol preferido cuando les dejaba migas de pan para alimentarlos. Hasta su blanco corcel relinchaba de alegría cuando la veía llegar, pues sabía que esa jornada daría con la princesa un agradable paseo entre las sombras del bosque.
Aunque parecía feliz, todas las mañanas se despertaba inquieta. Había algo en su interior que la preocupaba enormemente. Cuando se miraba en su espejo, sentía muchas dudas en su corazón sobre si sería capaz de gobernar con justicia el reino a la muerte de su padre. Había sido preparada concienzudamente por el consejo de buenos ancianos, los cuales y durante años, se habían convertido en sus tutores aportándole a la muchacha el estudio y la formación adecuados a su cargo. Sin embargo, todo ese proceso de aprendizaje no la dejaba satisfecha. Incluso pensaba que había estudiado mucho pero que le faltaba algo que no podía aprenderse en los libros. Llegó a obsesionarse tanto sobre su capacidad para regir a sus súbditos que durante varias noches, con toda su fe y antes de dormir, le pedía a las alturas poseer la sabiduría suficiente para ser una buena reina en el futuro.
Y como Dios halló razonable la petición de esta su hija, una madrugada envió a dos de sus ángeles para que sacaran a la princesa de su estancia por la ventana de su alta torre, le cambiaran su precioso vestido por mugrientos harapos y la dejaran durmiendo en una de las calles más pobres de la ciudad que existía junto al castillo. Cuando la joven despertó, se sintió extraña e incómoda. Tenía frío, hambre, le dolía el cuello y la espalda y al contemplar las ropas que llevaba puestas, se horrorizó al comprobar que en vez de su habitual hermoso vestido rosado llevaba puesto un ropaje con jirones y desastrado. Su nariz percibió un olor desagradable que no era otro que el de su propio cuerpo, contagiado por el hedor que desprendía el tejido que ahora vestía. Cuando paralizada por la sorpresa se puso de pie, tuvo la ocasión de ver reflejado su rostro en una de las ventanas de una vivienda. Ni siquiera pudo reconocerse ante el estado lamentable y desordenado de sus cabellos; aparentaba más años y su rostro estaba cubierto de churretes que le daban un aspecto de desaliño total. Desconcertada por el cambio tan radical que había experimentado durante el último período, se sentó sobre el suelo e intentó poner orden en su cabeza.
La princesa era muy intuitiva y debido a eso rápidamente enlazó argumentos en su mente y comenzó a vislumbrar el motivo que la habían conducido a aquel lugar en ese estado tan lamentable. Pasó una hora y continuaba paralizada en sus cavilaciones. Sin embargo, un sabio veredicto llegó de pronto a sus oídos. Lo que había sucedido no era más que la respuesta a sus persistentes oraciones. No podía quejarse, porque aquella excepcional coyuntura en la que ahora se veía inmersa no era más que el producto de sus pensamientos. Por ello, se sintió reconfortada, pues siendo un completo enigma lo que le esperaba, ella sabía en su interior que aquello no era más que una prueba de aprendizaje, algo que sin duda, tendría consecuencias positivas para su futuro.
Una vez superado el impacto inicial por el brutal cambio de escenario, la muchacha con aspecto de mendiga preguntó y fue cuando supo de la existencia de un pequeño albergue que daba cobijo y comida a personas en condiciones de extrema pobreza o necesidad, cual era ahora su caso. Desesperada por su nueva situación decidió acudir a aquel lugar en busca de ayuda. Se hallaba aturdida, confundida ante el radical cambio de circunstancias que había sufrido de repente, pero reflexionando, se dijo a sí misma que no era el momento de renunciar volviendo al castillo sino de enfrentarse a la nueva coyuntura para aprender de ella. Era su voz interior la que le decía que debía existir un motivo muy importante para haber ido a parar a la ciudad y en aquellas condiciones.
Cientos de soldados fueron movilizados para localizar el paradero de la joven princesa, pero a pesar de los esfuerzos y de la voluntad del rey por hallarla, nadie daba con su paradero y si algún funcionario la hubiese identificado entre la muchedumbre, difícilmente la habría reconocido entre su falta de higiene y sus ropajes.
Durante muchas jornadas durmió sobre una rudimentaria cama de madera, pidiendo prestadas mantas para combatir el frío reinante del invierno. Doblegó su inicial orgullo y perseveró en comer lo escaso que allí podían ofrecerle, lo justo para no morir de sed o de hambre. Hasta se adaptó al hedor de sus ropas, pues rara vez conseguía darse un baño o lavar sus miserables vestimentas. Durante el día, acudía al mercado y a sus alrededores para escuchar conversaciones entre campesinos, comerciantes y otros vecinos. A menudo, la mejor manera de acumular información sobre los habitantes del municipio era simplemente situarse en una esquina bien concurrida y sentarse allí a esperar la caridad ajena en actitud pedigüeña. Pasaron los meses y todo seguía igual alrededor de la joven: albergue para pobres, mendicidad por las calles y buen oído. Su conciencia le transmitía un mensaje diáfano: todavía no había llegado el momento de abandonar aquella experiencia.
…continuará…