Ya no me fiaba ni de mi sombra y mi paranoia se había acrecentado hasta límites insospechados. Tuve ganas incluso de abrazar a aquel hombre pero su tremenda seriedad me disuadió de mis intenciones. Una vez subido en el bote y escuchando tan solo los suaves golpes de la pértiga en el agua, me tranquilicé. Aquel personaje volvió a sorprenderme al preguntarme:
—¿Qué tal el señor? ¿Le ha servido la experiencia? ¿Regresa satisfecho?
—Caramba, tres preguntas seguidas. A pesar de todo, no es usted tan impenetrable como parece. Me alegro, la verdad, porque necesito hablar y desahogarme. Espero que me comprenda.
—Sin duda, caballero. Claro que le entiendo. Este trabajo es muy rutinario pero bien es cierto que cada cliente que cruza estas aguas se ve impulsado por motivaciones muy diferentes.
—Y usted, Caronte ¿lleva mucho tiempo con esta tarea? ¿No piensa acaso que se trata de una labor cuando menos complicada o sacrificada?
—En absoluto, señor. Cada trabajo posee su porqué. Aunque le cueste creerlo, no hace mucho yo vivía en esa maldita isla de la que usted ha escapado con no muy buen aspecto.
—¿De veras? Entonces ¿conoce lo que sucede allí? ¿Sabe de las características de sus habitantes y de la angustia permanente en la que viven?
—Por supuesto. He sufrido ese tipo de pruebas en mis carnes. Aquí es muy fácil perder la noción del tiempo. No hay relojes ni ningún otro dispositivo que permita medirlo. Como ve, la noche es perpetua, por tanto, la separación entre la luz y las tinieblas no existe.
—¡Qué interesante! Y dígame una cosa ¿por qué fue usted enviado a esa zona tan oscura y deplorable?
—Uf… sería muy largo de contar, me perdería en los múltiples detalles de mi historia… pero no se confunda… la realidad siempre opera del mismo modo. Una larga cadena de errores se enlaza con una serie de consecuencias poco deseables. A partir de ahí, se repiten experiencias similares hasta que digamos… uno obtiene el aprobado en sus exámenes.
—Caramba, qué buena explicación, es usted una maravilla en sintetizar largas disquisiciones.
—Ya. Si me lo permite, caballero, le voy a dar un consejo. Haga usted todo lo posible para no ser destinado a ese tenebroso lugar. Suponen luego unas clases de recuperación muy costosas. Antes de que tengan que intervenirle de sus heridas con el bisturí en mano, quizá resulte más positivo desarrollar hábitos de vida saludables que eviten la aparición de futuras lesiones… No sé si me explico lo suficiente…
—Perfectamente, Caronte. Tomo nota de sus apuntes.
—Gracias, señor, se lo digo por propia experiencia. A pesar de mi aspecto de seriedad o de distanciamiento, no puedo evitar compadecerme de las múltiples almas que a diario transporto por la laguna. Sin embargo, mostrar pena o dolor por ellas resultaría contraproducente. Agravaría su sufrimiento y aumentaría su preocupación por lo que se van a encontrar. Créame que no sería muy recomendable.
—Desde luego. Me parece usted mucho más ocurrente de lo que creía al principio de embarcarme. ¡Cuánto me alegro! Perdóneme, pero tengo una pregunta que hacerle. ¿Me permite?
—Usted dirá, caballero.
—Verá, ¿no le parece triste que todas las personas que mueren deban ser transportadas a esa especie de submundo tan espantoso donde el llanto y la desesperación constituyen sus señas de identidad?
—Distinguido cliente, creo que se halla errado en su apreciación. La zona que usted ha visitado existe porque resulta la más adecuada a la conducta mostrada en vida por esas almas. Pero debo comunicarle que no soy el único barquero que existe en este mundo. Para su información, le diré que existen tantos Carontes como lagunas Estigias, es decir, un barquero para cada área de destino; eso sí, cada una adaptada a unos fines y a sus correspondientes fajas vibratorias. Mas no debe preocuparse; con periodicidad, expediciones de seres luminosos provenientesde esferas superiores descienden a esa lúgubre selva y recuperan a las criaturas que ya se hallan preparadas para mudar de escenario.
—Claro, menos mal, ahora empiezo a enlazar ideas. ¡La misericordia divina, siempre atenta al rescate de sus propios hijos! El paraje en el que he estado, bastante inhóspito por cierto, se vincularía a un tipo evolutivo concreto.
—Por supuesto, señor. Simplemente debe hacer sus cuentas. Existen algunos lugares de mucho mejor aspecto a los que podemos viajar, sin duda, pero no dejan de constituir una minoría. Este es un mundo en el que todavía impera el mal sobre el bien, producto exclusivo del comportamiento y la actitud mantenidos por sus moradores. De este modo, es frecuente encontrar el tipo de isla tétrica que usted ha tenido ocasión de conocer. Acorde a la calidad de sus obras en vida, el cliente viajará a una u otra zona en función de sus necesidades y del resultado de sus actos. Es así de sencillo, pero también así de razonable. ¿No le parece?
—Pues sí, por supuesto. Ya veo que ha tenido usted oportunidad de desarrollar su capacidad de argumentación
—En efecto, señor. Como barquero experimentado, he aprendido a fuerza de ensayos a unir los diversos hilos de la ciencia lógica. Además, antes de ser destinado a este puesto, realicé un curso avanzado sobre leyes.
—¿Leyes? ¿Qué leyes, amigo?
—Como comprenderá, no me estoy refiriendo a las leyes que regulan las relaciones entre los Estados o sus habitantes. Estas cambian según las circunstancias y los tiempos, como usted ya sabrá si es amante de la Historia. Yo aludía a aquellas otras disposiciones que provienen de las esferas superiores, esas que gobiernan el funcionamiento del Universo y de la misma vida. Algo tan esencial como esto no puede verse sometido a los caprichos de las épocas sino que ha de mantenerse inalterable por los siglos de los siglos. ¿No lo cree usted así?
—Claro, concuerdo plenamente con sus premisas. La verdad es que para no conocerle, noto con usted una extraña familiaridad, una insólita cercanía.
—Ya. Entiendo que ese vínculo puede deberse a que, después de todo, todos somos hermanos y a que provenimos de un mismo origen: la voluntad del Creador, que en un lejano día nos lanzó a la aventura de la vida.
—Pues sí, su conclusión me parece perfecta. Será por eso, sin duda.
—Por favor, caballero, prepárese. Estamos llegando al punto de inicio de este recorrido por la laguna.
—Sí, es cierto, ya se divisa la orilla.
Por fin, desembarqué. ¡Qué alivio experimenté al posar mis pies sobre tierra firme!
—Una cosa más antes de despedirnos, distinguido cliente. ¿Conoce usted el modo de retornar a su lecho?
—¡Caramba, qué grave despiste! Pues ahora que lo menciona me he quedado en blanco. ¿Sabe usted qué pasos he de dar? ¿Podría recabar su apoyo nuevamente?
—Bien, por ser la primera vez, le ayudaré. Pero esto no entra dentro de mis atribuciones, quiero que lo sepa para otras ocasiones. No se preocupe, permanezca de pie junto a mí y yo le tocaré ligeramente con mis manos alrededor de su cabeza. Sentirá un desvanecimiento temporal y luego se hallará a salvo en su habitación.
—La verdad es que no sé cómo agradecerle todo lo que ha hecho por mí. Le estoy sumamente agradecido.
—De nada, recuerde simplemente el impacto de lo experimentado y el contenido de nuestra conversación. Cuando quiera, podemos proceder.
—Un momento, Caronte, tengo que solicitarle algo que deseo hacer desde que le vi esperando por mi regreso en aquella endemoniada isla. ¿Me permitiría darle un abrazo?
—Continúa usted saltándose el protocolo, joven, pero parece que hoy resulta todo excepcional. Adelante, amigo desconocido.
Cuando me acerqué a aquella figura y la rodeé con mis brazos, sentí una sensación de bienestar como hacía tiempo que no notaba, lo que compensó con creces el mal trago pasado en aquel submundo de pesadillas. Aunque aquel hombre no me sonrió, su mirada me resultó lo suficientemente cálida como para apreciar cierta señal de afecto que equilibró mi conmovido espíritu.
A la jornada siguiente y durante la práctica de mi meditación mañanera en mi estancia, la dulce silueta de mi mentor se me apareció en mis adentros.
—Maestro, qué honor contar con tu visita. Supongo que estarás al corriente de todo lo sucedido en mi estado de sueño. Ha sido magistral, aunque imponente a la vez.
—Me alegro mucho por ti, querido alumno. Espero que hayas extraído las conclusiones más adecuadas sobre el fenómeno de la muerte. ¿Algo que remarcar, algo especial que desees comentar?
—Bien, como ya estarás al día sobre lo ocurrido tan solo quiero subrayar un aspecto.
—Tú dirás.
—Hubo algunos momentos en los que estuve a punto de perder el control sobre la situación. Verás, las circunstancias resultaron más adversas de lo que yo podía imaginarme. Jamás hubiera pensado que existían zonas tan inhóspitas ahí afuera. Quiero decir con esto que en esos instantes en los que me sentí bastante agobiado, te eché en falta. Es lo único que pretendía señalar, maestro.
—Y ¿de verdad piensas que estuviste solo o en peligro?
—Sí, probablemente cuando hube de enfrentarme a algunos de aquellos horripilantes habitantes de ese tenebroso islote. No sabía muy bien cómo reaccionar.
—Respuesta incorrecta, mi buen aprendiz. Yo siempre estuve contigo. Durante tu estancia en aquel siniestro lugar permanecí en todo momento pendiente de ti y de tus reacciones. Como es obvio, debí volverme invisible para pasar desapercibido a aquellos seres y para propiciar en ti un mejor aprovechamiento de la experiencia por tu propia cuenta.
—Desde luego, ya lo entiendo… Menos mal que el resto
del viaje fui acompañado por Caronte, un ser que me sorprendió agradablemente y que incluso me aportó unas enseñanzas más que valiosas…
—Claro. Conociéndote, la jornada previa solicité permiso a la superioridad para que al menos durante una noche se me permitiera ejecutar el papel de improvisado barquero de la laguna Estigia. ¿Crees que con mis golpes de pértiga podríamos haber zozobrado y hundirnos en medio de la bruma? ¿Representé bien mi papel de timonel de la muerte?
—Maestro, ahora lo comprendo todo. Eres único. ¿Puedo darte otro abrazo como el de anoche cuando nos despedimos en la orilla?
FIN