Todavía recuerdo el fatídico momento, aquel en el que se reflejó en mis pupilas la noche más oscura de mi alma, el instante supremo que me arrastró a mi propia aniquilación. Un buen amigo me avisó de que os había visto juntos en un hotel en las afueras de la ciudad. Quise evadirme de esa presión psicológica, la de no querer mirar al espejo de la realidad, pero debí entender que la advertencia tendría una buena razón de ser, porque el compañero que me pasó tal indicación era persona seria que jamás me había fallado y en la que tenía toda mi confianza.
Finalmente, no pude resistirme al murmullo cada vez más creciente que en cuestión de minutos corroía mi pensamiento y decidí investigar por mi propia cuenta la terrible conjura denunciada. Con el miedo en el cuerpo y un nudo en mi garganta, me dirigí al lugar donde supuestamente os habíais reunido. Agazapado y sin descender del coche, te vislumbré, amada Carolina, en la lejanía de los cristales de la cafetería, sentada al lado de una mesa. Pero para mi sorpresa ¡estabas sola! Efectué un largo suspiro como dando gracias al cielo por si todo había resultado una bendita equivocación, pero de repente, acabada la fugaz ilusión, volví a agobiarme y me di cuenta de que no existía otro motivo para que tú permanecieras allí salvo porque hubieras concertado una cita con alguien.
Pronto, mis peores presagios se vieron confirmados cuando logré entrever la larga silueta de ese infame hombre. Cuando al sentarse junto a ti te agarró la mano para a continuación darte un cálido beso en los labios, mi mundo se resquebrajó y un terremoto de magnitudes colosales provocó que la casa de mis sueños se hiciera añicos. Sentí la sangre circular por mis adentros a trompicones, como las aguas por una tubería que se inunda por primera vez.
¡Dios mío, cómo detesto mi cobardía! Ahora lo veo claro. ¿Por qué hay que llegar hasta estos extremos, incluso el de morir, para darte cuenta de ciertas cosas? No pudiendo resistir por más tiempo aquella denigrante escena que me arañaba hasta hacer sangrar los pliegues de mi alma, decidí huir de la batalla y tomé la decisión más estúpida de mi existencia: escapar de allí.
Tendría que haberme armado de valor, haber bajado del auto y acercarme al hotel, penetrar allí y aun dando el espectáculo, haberle propinado una soberana paliza y un brutal escarmiento a aquel falso amigo. Cómo hubiera cambiado el discurrir de mis días si en ese momento hubiera desenmascarado a la figura de ese judas. ¡Ay, qué desgraciada resultó mi actuación! Esfumarme entre las sombras en vez de intervenir con valentía, salir de allí en vez de enfrentarme al problema para acabar con él desde la raíz. Todos los días me sigo arrepintiendo por haber insertado la llave de contacto, encendido el vehículo y largarme sin dirección ni destino de aquel decorado tan perturbador.
Ay, mi Carolina, tú solo conociste el resultado final de mi alocado proceder pero no los pormenores que me condujeron a un final tan nefasto. Al no poder soportar más la indignante película que desfilaba ante mi vista, me evadí y comencé a encadenar, en singular secuencia trágica, error tras error. Aquella espiral me trasladó en poco más de una hora a la otra orilla del mar donde ahora me encuentro.
Atenazado por la herida mortal infligida a mi orgullo, no pasó ni un cuarto de hora cuando elegí parar en un motel al lado de la carretera. Ansiaba tomar algo para disipar la angustia que se arrastraba por mi cuerpo como una víbora que serpenteara por dentro de mí. Yo que solo había bebido en contadas ocasiones asociadas a fiestas o eventos extraordinarios, caí en la cuenta de que aquella era la ocasión perfecta para ingerir un trago que me aliviara, o dos, o tres… o los que hicieran falta. ¡Qué cruel fue mi reflexión para conmigo mismo! Cómo me acordaba de aquella tremenda frase atribuida a los borrachos: “beber para olvidar”. En aquella tarde, coloreada por los más oscuros nubarrones, pensé en que no me estaba embriagando para alejarme del recuerdo de lo que había presenciado sino para desaparecer de lo que más temía: mi propia conciencia. Cómo me odiaba, cómo me despreciaba, cómo deseaba evaporarme de la vida allí mismo, sentado en el taburete de la barra y con mis codos apoyados sobre un frío mostrador… Por desgracia, se había activado el bucle infernal, esa espiral destructiva en la que te sientes traicionado por los demás y por el destino. Con la mirada perdida y el sonido del whisky cayendo por mi gaznate, se inició la cuenta atrás que te empuja a desertar de la misma existencia.
No creo que permaneciera más de media hora en aquel establecimiento. Con el estómago vacío, pues salvo líquido nada sólido me entraba, sentí pronto los efectos del alcohol. Bajo una razón trastornada, un temporal de emociones se hizo cargo de mi entendimiento. Con ese valor inventado que te insuflan las copas, salí del bar cuando las sombras del crepúsculo se extendían ya por el cielo. Sin haber perdido aún la compostura, medio riendo, medio llorando, me dirigí a mi coche. Justo antes de abrir la puerta para introducirme en él, escuché a mis espaldas una voz intensa y melodiosa. Era un tono femenino y dulce que me interpeló como dándome una orden:
—Espera, Eusebio. Escúchame solo un momento —dijo la desconocida.
Me giré hacia atrás. Se trataba de una mujer hermosísima, envuelta en un vestido impecable y con gran equilibrio en todas sus facciones.
—¿Eh? ¿Quién eres tú? No te conozco y además ¿cómo sabes mi nombre? Jamás te había visto. ¿Qué quieres? Tengo prisa…
—Solo pretendo consolarte, amigo, prevenirte ante lo que vas a hacer. Confía en mí, te he estado observando en la cafetería y me has dado la impresión de estar desesperado. Hablemos, volvamos a entrar y yo escucharé todo lo que tengas que contarme. Es mejor desahogarse ahora que no arrepentirse siempre. Dime una cosa ¿acaso prefieres conducir de noche y en tu estado?
—¿Cómo? Una desconocida no me va a decir a mí lo que tengo que hacer. ¿Quién te crees que eres? ¿Mi jefe? No estamos en la oficina, caramba, que ya soy un adulto, libre de tomar mis propias decisiones.
…continuará…