Ese día, por aquel entonces, no solo nació un niño, sino que germinó la esperanza. El Padre fue tan misericordioso con sus criaturas de la Tierra que nos envió a uno de sus espíritus perfectos para que nos revelara el trayecto a seguir. Imaginemos tan solo por un instante qué ingente esfuerzo debió suponer a la espiritualidad preparar el camino de Jesús, para que este apareciera en tan tosco planeta y sus fluidos maravillosos, refinados por siglos y siglos de evolución ligados a su perfecto conocimiento y sublime moral, pudiesen adaptarse a las vibraciones tan groseras de nuestra corteza terrenal.
Pensemos qué sacrificio le debió suponer al Maestro el aceptar aprisionar su conciencia pura en el cuerpo de una criatura similar a cualquier otra de nuestro mundo de pruebas y expiaciones. Para nosotros, reencarnar una y otra vez, contemplado desde el tiempo es ya de por sí algo aflictivo, aunque no podemos sustraernos a ello por la ley del progreso. Sin embargo, no deja de haber una cierta continuidad en todo el procedimiento, ya que entre venida y venida no existe un salto cualitativo desmesurado, simplemente vamos uniendo eslabones a la cadena del progreso y nuestro paso se efectúa de una forma ordenada.
Él ya había pasado por todos los retos y vicisitudes, los había superado con éxito y sin embargo, no hubo duda alguna en su pensamiento cuando el Creador le encargó descender en “carne y hueso” al planeta que por derecho ya gobernaba por legado divino. Aquí se produjo un brinco al vacío increíble, aunque explicable por las formidables consecuencias que sobre la humanidad tendría su aparición entre nosotros.
Qué cantidad de energías espirituales movilizadas para tal evento, para acompañar al escalador de todos los peldaños de la evolución, alguien completamente soberano en sus decisiones, Maestro del conocimiento y de la moral, conducido a la “atmósfera” de un lugar hostil, ajeno a su radiante claridad, lanzado como tierno cordero en medio de lobos hambrientos y primitivos, almas repletas de expiaciones por consumar pero anhelantes por escuchar palabras de esperanza.
Y sin embargo, no hubo ninguna clase de titubeos en su conciencia, tan solo disposición armónica para cumplir con los designios arbitrados por la Suprema Inteligencia, aceptación integral de su cometido al contemplar el modo en que los seres humanos se verían afectados tras desempeñar él su misión terrenal.
Jesús, poco o nada sabemos sobre los preparativos de tu venida a la dimensión física, pero sí podemos extraer nuestras propias conclusiones por cómo resultó la misma. Y es que no descendiste a palacios suntuosos ni preferiste cortes señoriales, siendo tú soberano en tu reino. Tampoco elegiste familia de influencias ni cercana a la jurisdicción del poder. Al escoger dónde albergar tu cuerpo “mortal” cosido a un espíritu imperecedero, tu alma se dirigió en bajada hacia un pueblecito diminuto, insignificante, aunque ya se hubiera anunciado tu grandeza siglos antes por el profeta Miqueas:
“Pero tú, Belén Efrata,
pequeña para estar entre las familias de Judá,
de ti me saldrá el que será Señor en Israel;
y sus salidas son desde el principio,
desde los días de la eternidad”
¿Por qué en una cueva, Maestro, donde nacen más las alimañas que los hombres? ¿Por qué de un modo tan humilde y tan precario? Desde el primer momento, al absorber ese aire enrarecido reinante en tan ruda atmósfera, quisiste enviarnos una señal, porque no hay nada en ti ni en tu vida que carezca de un significado profundo. Por eso, tu nacimiento a nuestro envoltorio estuvo lleno de simbología, esa que siempre podemos recordar cuando evocamos tu primer lloro como niño en un pesebre.
Con oro, incienso y mirra te reconocieron tres magos de Oriente. Oro para representar tu condición regia como espíritu perfecto que ya eras, incienso, quemado en honor a Dios para simbolizar al que te envió y mirra, sustancia perfumada con la que se prepara el cuerpo para la sepultura como signo de que triunfarías sobre el señor de la guadaña. La muerte ya estaba derrotada desde los orígenes porque el Padre nos creó inmortales, pero tú, con tu admirable ejemplo, te encargarías de mostrarlo a todas las generaciones venideras.
El Creador no se olvidó de este diminuto planeta hace dos mil años y para facilitar el impulso a su definitivo crecimiento, destinó a uno de sus colaboradores directos a la tarea de enseñar a sus habitantes el porqué, el para qué y el cómo de la vida. En ocasiones, mirando hacia atrás y sin olvidar nuestro libre albedrío, ese que tú tanto respetas, no parece haber cambiado mucho la superficie del orbe al que tú llegaste, pero sí que ha habido transformaciones, la mayoría de ellas a ti debidas y otras, a tus discípulos que en épocas siguientes arribaron a nuestra plano para confirmar tu trascendente mensaje.
Cuál sería la importancia de tu encomienda que hasta tus asistentes del otro lado se movilizaron para avisar al noble José de la necesidad de escapar a Egipto, quebrando así la voluntad de un rey taimado, orgulloso y
temeroso a la vez de la competencia de su dominio, ignorante de que un simple niño anunciaría un nuevo reinado, pero no de este mundo. Nadie iba a poner freno a tu excelsa embajada porque esta iba a liberar a la humanidad de su cautiverio más opresor: las cadenas de la ignorancia.
Qué glorioso día vieron alumbrar las naciones con tu primer llanto, proclama en una tierra de desiertos y escorpiones, pero defensora originaria del culto al único Dios, nuestro Supremo Hacedor. Y en mitad de esa noche tan acogedora y primaveral, donde los pastores hacían noche al raso, tus ángeles persistieron en la línea de humildad trazada por ti desde el establo, anunciando a los que apacentaban el ganado el aviso más esperanzador desde que la vida manara en la madre Tierra:
“Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”
Qué señal tan portentosa de los buenos espíritus que te acompañaban. Los zagales te adoraron porque intuyeron tu superioridad moral y presos de una inexplicable felicidad, corrieron raudos junto a ti para sonreír y contemplarte ante tan extraordinaria noticia. No sabían quién eras pero vislumbraron el poder de tu llama inextinguible que había prendido junto a ellos. Ya nada sería igual a partir de ese momento. Nadie podría alegar ignorancia tras tu paso por el orbe, pues habías delineado el camino recto hacia las alturas, hacia tu reino, hacia la evolución.
Hoy, veinte siglos después, tus enseñanzas siguen tan vigentes como en aquel entonces, prodigio maravilloso que denota que lo que salió de tu boca procedía del Padre Celestial. Oh, Jesús, cuando enfrentamos un cambio decisivo de ciclo que habrá de llevar a la Tierra a constituirse en mundo de regeneración, rogamos por tu inestimable ayuda. Escúchanos Maestro, tú nos gobiernas porque así te lo encomendó el Padre y en ti confiamos para que nos sigas orientando en este camino de tribulaciones. Al igual que nos abriste la puerta definitiva del progreso con tu nacimiento, envíanos nobles espíritus que esparzan semillas de bondad entre nosotros. Los necesitamos. Abrázanos compasivamente y envuélvenos con el ejemplo de tu eterna presencia. Muchos queremos dar ya el “salto” para vadear el río del egoísmo y del orgullo y tú serás nuestra palanca y nuestro puente.
Que el recuerdo de tu belén nos sirva para que nazcas todos los días en medio de nuestros corazones.
¡Que Dios te bendiga por siempre, Jesús! Los que creemos en tu guía proclamamos a los cuatro vientos:
¡¡¡Feliz Navidad a todos !!!
¡¡¡ Feliz Natal a todos !!!