Este es un tema del que se habla constantemente y que puede llegar a ser cansino. Por cualquier lugar de la ciudad, hasta en casa, en los bares o en las esquinas de las calles, escuchas a jóvenes y mayores, gente de toda condición, expresar la ya conocida frase “cualquier tiempo pasado fue mejor” o alguna de sus derivadas: «qué mal está la cosa», «así no se puede vivir» o «mejor no hubiéramos nacido». Aquella sentencia se ha convertido en tan popular, tan arraigada en los esquemas mentales de muchos, que tengo la sensación de que algunos la pronuncian sin saber exactamente de lo que están hablando, aunque me parece claro que no contribuye a levantar el ánimo del personal.
Sinceramente, pienso que no podemos permanecer pasivos por más tiempo ante este “bombardeo” al que se nos somete. Lo único que podría superar en absurdo a este hecho sería escuchar la molesta frase de labios de un niño, lo que me llevaría a una curiosa conclusión: o ese chico posee una brillante percepción sobre su pasado de otras vidas o más simple, está tan harto de escucharla entre los mayores que le rodean, que la repite como un loro de barco, por supuesto sin conocer su significado. Si no reaccionamos, corremos el riesgo de aceptarla sin más y de incorporarla como cierta a nuestro croquis mental, ese que nos indica cada jornada cómo debemos movernos por la vida y cómo debemos reaccionar ante sus avatares.
Vamos a tratar de rebatirla teniendo en cuenta, que como estudiosos del Espiritismo, nuestra mejor arma continúa siendo la razón, ese instrumento tan maravilloso que Dios nos concedió al dotarnos de inteligencia.
Lo primero sobre lo que cabe reflexionar es su relación con el tiempo. Aquel que la exhibe como torneo de caza, o como logro erudito atribuible a la sabiduría más ancestral, lo único que está afirmando es su rechazo al presente, penetrando en un túnel donde parece existir un intenso anhelo por un pasado que ya sucedió y una terrible duda sobre un futuro que está por venir.
Pensemos un momento. Lo que va a acontecer depende mucho de lo que estemos haciendo ahora. Si cuando hablamos, estamos recurriendo constantemente a esa manida frase, lo único que estamos reforzando en nosotros y en quienes nos oyen es que la realidad actual es repudiable, lamentable o por expresarlo en otros términos, inaceptable. Si cualquier espacio del pasado es mejor que el presente que vivimos, lo que se pretende subrayar es que lo existente no nos sirve o cuando menos, que nos desagrada enormemente, y si el mañana se basa en el trabajo del ahora y ese ahora lo estamos rechazando porque no nos gusta al compararlo con el pasado, pues creo que no hay que seguir discurriendo mucho más para saber hacia dónde nos dirigimos con este siniestro planteamiento. De este modo, lo que pudiera parecer un juego de palabras enrevesado o incluso gracioso, se transforma en un macabro proyecto que nos lleva a estrellarnos de bruces contra la realidad y contra nuestra amargura al abominar de lo actual.
Ahí radica la clave. Gastamos tantas horas en la queja, en el suspiro inútil, en la añoranza de no se sabe qué, que al final estamos perdiendo un tiempo precioso para trabajar con nosotros mismos y mudar esa realidad que al parecer tanto nos incomoda.
Ese típico juego psicológico tan terrible del lamento sin fin, posee un efecto muy pernicioso sobre nuestras cabezas y desde luego sobre nuestra actualidad, ya que su efecto de contagio puede llegar a paralizarnos, a postrarnos con los brazos cruzados y empujarnos a no hacer nada de nada. Bien es cierto que existen muchos seres que cuando se enfrentan a una realidad que no les gusta, sencillamente se ponen a trabajar para intentar cambiarla en la medida de sus posibilidades. Pero seamos conscientes de que muchos de nosotros, guiados por la pasividad y atormentados por la inercia más reacia a desaparecer, al final caemos en la trampa y no movemos ni siquiera un dedo por alterar esa realidad que repudiamos. La mente es muy “lista” y si cuenta con el apoyo de una nula voluntad, se defiende, trata de acomodarse pronto para no sentirse comprometida. Quiero decir con esto que si no estamos dispuestos a hacer algo por transformarnos salvo emitir quejas, como la inteligencia no es necia, preferirá defenderse con el manido discurso de la excusa, perfectamente representado y diplomáticamente expuesto en el mensaje pesimista que estamos comentando: “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Hasta un adolescente con unos mínimos conocimientos de historia podría argumentar y entender a la perfección lo que significan determinados períodos de nuestra agitada biografía como seres humanos, felizmente superados. Digo “felizmente”, aunque hay algunos que según consta y por sus machaconas expresiones creen o nos quieren hacer creer que no es así y que el pasado, por supuesto, se halla lleno de acontecimientos gloriosos que ya no volverán.
Para no viajar muy lejos y considerando que tan solo han transcurrido quince años desde que mudamos de milenio, fijémonos tan solo en el siglo XX, un tiempo del que la mayoría de nosotros conserva aún un fresco recuerdo. Veamos solo algunos sucesos a destacar:
- Primera Guerra Mundial (1914-1918)
- Revolución rusa (1917-1921)
- Genocidio armenio (1915-1923)
- Guerra civil china (1927-1950)
- Guerra Civil Española (1936-1939)
- Segunda Guerra Mundial (1939-1945)
- Guerras de Indochina, árabe-israelí, Birmania, Corea, Argelia, Sudán, Vietnam, Camboya, Angola, Líbano, Afganistán, Irak-Irán, Malvinas, Golfo, Balcanes, Ruanda, Chechenia, Etiopía…
- Comunismo y caída del Muro
- Fascismos
- Regímenes militares en Latinoamérica
- Proceso de descolonización
He de hablar del mundo occidental porque es aquel en el que vivimos y que mejor conocemos. Pienso que aún no hemos olvidado que no hace mucho tiempo se trabajaba de sol a sol, o dicho de otra forma, se vivía para trabajar y no al revés. Podemos citar también la esperanza de vida con la que contábamos. A mi edad, con 50 años, prácticamente estaría desquiciado o esperando una muerte próxima o tal vez ya habría fallecido de gripe o por falta de higiene. Tampoco habría salido de mi pueblo o de mi ciudad cuando ahora parece que el que no viaja al extranjero es porque no quiere. Todavía recuerdo el relato de mi abuela cuando me comentaba que de sus tres hijos nacidos en los años 30, solo uno pudo sobrevivir, mi padre, claro. ¿Había vacaciones o seguridad social? ¿Se podían solicitar las prestaciones por desempleo? Hasta tuve que “perder” un año de mi juventud en el servicio militar a 1000 km de mi hogar. ¿Hablamos algo de las carreteras, de los transportes o de la posibilidad de acceso a la cultura, a la enseñanza o a la sanidad? ¿Conversamos sobre el papel de la mujer, limitado en exclusiva a dar hijos a la familia y a ser sirvienta de su marido? ¿Cuántas mujeres trabajaban en el mercado laboral cobrando, salvo en su casa y sin salario? ¿Menciono la cuestión de las pensiones? ¿Qué era eso del tiempo de “ocio” hace 100 años? Una palabra inexistente que a muchos les produciría risa pero que a mí, por ejemplo, me permite ahora escribir y reflexionar. No sigo para no cansar al lector.
Algunos dirán que dónde dejamos los hechos positivos del pasado siglo, que los hubo y muchos. Pero evidentemente estamos aquí para progresar, no para estancarnos. Miramos los avances de esa centuria y nos asombramos pero como es obvio, estos no se van a detener y proseguirán en el futuro porque es nuestro destino. Si negamos esta máxima entonces quizá nos convenga cerrar las cortinas, echar la llave de casa y acostarnos, para observar desde la cama el discurrir del mundo. A pesar de que la industria cinematográfica se empeñe en mostrarnos un mañana apocalíptico, yo soy optimista. Ya sabemos que lo positivo, como le sucedió a aquel periódico de buenas noticias que se creó hace años, no vende ante la opinión pública, sino que se comercia más con las desgracias y con los pésimos augurios. Mas esa visión torticera cambiará conforme la mentalidad humana vaya evolucionando.
Podemos discutir horas y horas, jornadas enteras, pero cualquiera con sentido común llegará a la conclusión de que el siglo XXI va a ser mucho mejor que el XX, aunque los sucesos actuales extiendan sobre nosotros una especia de neblina que nos impide pensar con claridad con respecto a lo acaecido hace tan solo unas décadas. Es cierto que aún contamos con guerras, con hambre, con pobreza, fenómenos ligados por desgracia a la voluntad humana y a su aún insuficiente desarrollo moral. Ahora bien, aquel que afirme que “cualquier tiempo pasado fue mejor” miente y lo peor, se engaña a sí mismo y contribuye a propagar un sentimiento de desesperanza entre la población. E incluso difunde una visión entre sus iguales de que lo actual no vale, aunque lo más probable es que no sugiera nada para alterar ese presente que tanto le repele. Tengo que confesar que cada vez que escucho a uno de esos “apóstoles” de las desgracias del ahora y futuras ya no me callo, sino que me dirijo a él y rápidamente le interpelo a que me ofrezca soluciones, a que no se conforme con la postura de la crítica fácil y destructiva, pues ya sabemos a dónde nos conduce.
Ese es el verdadero problema del negativismo, de aquel que pasea su visión pesimista con vanidad y la extiende como si fuera una enfermedad contagiosa contra la que no existe antídoto salvo el de la razón y el esfuerzo diario. Es más fácil combatir una plaga con una vacuna que cambiar la mentalidad de muchos hombres. ¿Podríamos estar mejor en este planeta? Por supuesto. ¿Podríamos erradicar muchos de los problemas que nos acucian? Desde luego. Siempre se puede mejorar porque este tema no es una cuestión de todo o nada sino que se trata de un asunto de gradiente. Por nuestra formación sabemos que la evolución no opera a saltos. Las prisas no existen en el camino del crecimiento, solo la transformación progresiva, hija del empeño diario. No se trata de terminar con el paro sino de que cada vez haya más personas empleadas. No se trata de ser inmortales (que lo somos como espíritus) sino de alargar nuestra vida física en condiciones dignas. No se trata de acabar con el hambre sino de disminuir la cantidad de personas que sufren con esta lacra. Lo mismo decimos de las guerras o de otros conflictos. Algún día lejano superaremos estos verdaderos azotes pero quizás nos convenga ser más moderados o más realistas en nuestras miras, al menos a corto y medio plazo. Tenemos que ver claramente que mientras el imperio del egoísmo y del orgullo campee a sus anchas sobre nuestro globo, solo aspiraremos a regenerar este planeta de una forma proporcional conforme esos dos terribles defectos vayan desapareciendo. No anhelamos la perfecta felicidad de la contemplación sino trabajar cada jornada un poco más siendo tan solo un poco mejores que ayer. Ese es nuestro reto.
Por favor, acudamos siempre al recurso de la razón y al esfuerzo diario. Es el sentido común en el que tanto insistía Kardec a la hora de explicar y analizar el funcionamiento de la realidad y de nuestra relación con los espíritus, ese que siempre rinde cuentas a su debido tiempo y no de forma inmediata. A veces, nuestra falta de tolerancia a la frustración y nuestras urgencias nos hacen perder la perspectiva de para qué estamos aquí, de ese sentido de la vida del que debemos tomar conciencia. Así pues, mirando de frente al presente y reconociendo que el futuro se edifica en base a nuestras decisiones actuales, se puede decir con voz alta y clara que “cualquier tiempo pasado NO fue mejor”. ¿Qué nos resta? Ser ejemplos vivos de optimismo. Solo de este modo esparciremos semillas de esperanza entre nuestros hermanos y compañeros de viaje. Ya sabemos que estamos aquí de paso, que esta no es nuestra auténtica patria, pero mientras permanezcamos con el vestido de la carne, contribuyamos con nuestras palabras y con nuestros actos a hacer de la Tierra un mundo mejor.