Cómo gestionar el perdón (I)

 
 

Cuántas veces no hemos oído hablar de la palabra “perdón” o del verbo “perdonar” como ejes básicos de lo que debe constituir la recta acción de cualquier cristiano y por supuesto, del buen espírita. Sin embargo y bajo mi criterio, conviene acotar bien la significación de este término para no caer en equívocos que puedan implicar luego una mayor carga de sufrimiento sobre nuestras espaldas.

Según el Diccionario de la Real Academia Española de la lengua, “perdonar” puede consistir en:

a) Dicho de quien ha sido perjudicado por ello: remitir la deuda, ofensa, falta, delito u otra cosa.

b) Exceptuar a alguien de lo que comúnmente se hace con todos, o eximirle de la obligación que tiene.

En mi opinión, podría entenderse que “perdonar” es una actitud que llegamos a desarrollar a través de una firme voluntad y que tiene su traducción en una serie de hechos concretos que protagoniza todo aquel que ha puesto la indulgencia como factor esencial en su vida. Hasta aquí, todo parece claro. Jesús, así como otros muchos enviados a nuestra esfera física insistieron con frecuencia en los efectos benéficos que tal disposición podía tener sobre nosotros.

El problema no reside en los resultados positivos que se derivan de la actitud del perdón sino en la confusión que se puede generar en algunas tesituras. Pero veamos realmente, ¿qué ocurre cuando somos indulgentes con el otro?

Por lo pronto, nos abstenemos de enjuiciar al prójimo, pues dicha facultad solo la detenta Dios, aunque por nuestra imperfección, estemos más que habituados a juzgar sobre la adecuación o inadecuación de la conducta de aquellos que nos rodean. Otra consecuencia provechosa podría ser que le estamos ofreciendo a la otra persona una completa libertad para reflexionar sobre el carácter de sus actos. De este modo, no la estaríamos presionando ya que no la condenaríamos con nuestro veredicto acerca de lo que ha realizado. Asimismo, puede resultar muy sano desarrollar y consolidar una actitud de indulgencia, pues una vez que se asienta en nuestro interior, parece que esta nos conduce hacia un mayor equilibrio y una mayor empatía. En otras palabras, hacemos uso del perdón porque detrás de esa disposición existe una clara postura de comprender el punto de vista ajeno, de intentar percibir que cada uno tiene sus propios motivos para comportarse de una forma y no de otra, aunque ello nos pueda disgustar porque lesione nuestros intereses más legítimos.

Vayamos ahora a la controversia que podría desprenderse de esta interesante cuestión como es el “perdón”. La verdad es que hemos oído hablar siempre de la necesidad de perdonar hasta el infinito. ¿No fue Jesús el que le dijo a Pedro al conversar de este asunto que debía perdonar hasta setenta veces siete las ofensas del hermano? (Mt. 18,21). Pero yo me pregunto: ¿cómo podríamos aplicar esta enseñanza tan sublime del Maestro en nuestra vida diaria? Dicho de otra forma ¿qué consecuencias se derivarían si utilizáramos ese proverbio al pie de la letra?

Como decían los antiguos griegos, el ejemplo es siempre el mejor modo de aprender o entender una cuestión. Aunque las situaciones descritas puedan parecernos excesivas, lo cierto y por desgracia, es que suceden.

Si una esposa tiene que soportar el maltrato físico o psicológico o incluso ambos a la vez, por parte de un marido cruel e implacable ¿hasta dónde debe llegar ella en su talante? Supongamos que la buena mujer aplica su gran indulgencia y en sus adentros no solo perdona a su cónyuge sino que también le pide ayuda a Dios para que no tenga en cuenta sus ofensas y le socorra a fin de cambiar su proceder violento. Mas pensemos ¿qué sentido tendría que esa señora aguantara hasta el infinito las constantes torturas y humillaciones por parte de un sujeto salvaje y escasamente evolucionado?

¿No llegaría esta pobre fémina en su sufrimiento incluso a pensar en el suicidio como un instrumento extremo para escapar de un estado de perpetua vejación, de absoluta mortificación? ¿Qué alma con sentido común le negaría a esta criatura la posibilidad de separarse de ese individuo para terminar de una vez con una coyuntura que la está deshonrando por dentro, que la está obligando a degradarse a sí misma y a menoscabar la dignidad de la que Dios la dotó como espíritu?

Veamos otro caso. Imaginemos una situación en la que alguien trabaja en una empresa donde cumple con su deber y trata de desempeñar sus funciones de la mejor forma que sabe. Sin embargo, tiene cerca un compañero que de forma recurrente intenta boicotear todo lo que hace, bien sea por envidia, por celos profesionales o simplemente por razones que obedecen al egoísmo o al orgullo. Por más que ha intentado dialogar con él y razonar una solución al conflicto planteado, no solo no le escucha sino que se encierra más en sí mismo y se refuerza en su deseo de hostigarle en su labor como empleado de esa compañía.

Aunque le perdone en su interior, aunque su conciencia esté convencida de que ese camarada se equivoca gravemente con sus actos, él no va a responder a sus ataques con sus mismas armas ni va a caer en sus provocaciones. Pero mi planteamiento es el siguiente: ¿acaso no tendría ese señor el derecho de intentar solicitar un traslado a otro departamento donde no coincidiera con aquel que le está despreciando a cada hora que pasa? ¿No podría aspirar a hablar con sus jefes para procurar defender su trabajo y prevenirles ante las posibles confusiones a las que diera lugar ese sujeto con sus pérfidas intrigas que solo perjudican a nuestra víctima? ¿Es que su perdón debería incluir el hecho de agachar su cabeza cuando se cruzara con él? ¿Debería ese empleado renunciar a justificar su labor para no molestar o irritar más al otro?

…continuará…

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