Almas quejosas, almas alegres

       

¿Quién no se ha preguntado alguna vez por qué hay tanta gente quejosa en el mundo, personas que hacen del lamento y de la crítica ácida el hilo conductor de sus existencias? Es cierto que también contamos con criaturas alegres, pero la verdad es que da la sensación de que se hallan, al menos en número, en franca desventaja frente a los primeros. Seguramente, no existen estadísticas fiables al respecto, pero realizando un ejercicio de sentido común y dado el carácter de pruebas y expiaciones atribuido a un planeta como la Tierra, resulta bastante probable que sea así. ¡Ay de estos hermanos quejosos de uno y otro lado, que con la infección de sus pensamientos pueden deformar y corromper la visión de la vida! Es recomendable, por tanto, conocer cómo operan este tipo de seres para saber hacerles frente. Para facilitar la respuesta a este agudo desafío, resulta conveniente realizar unas consideraciones tanto desde el campo de la psicología como desde el Espiritismo.

Lo primero es citar la definición que de “quejoso” nos aporta el diccionario: “que tiene queja de alguien o de algo”. Un elemento distintivo que identifica a este tipo de entidades es que no se conforman con estar mal, sino que pretenden a toda costa transmitir su estado de malestar a quienes les rodean. Por expresarlo más gráficamente, se trata de una enfermedad de tipo vírica.  En cuanto se acercan a otro, procuran contagiarle su «trastorno» inoculando con su lamentable discurso el microbio que penetra en su sangre, o mejor dicho, en el torrente de sus pensamientos.

Un esfuerzo reflexivo puede darnos muchas pistas acerca del porqué de su proceder. Esa contaminación pesimista que pretenden realizar y en la cual son consumados maestros (siempre y cuando el receptor se muestre propenso), se genera a modo de autojustificación. Es el alimento que les mantiene vivos. Entonces, voz en alto, suelen afirmar con toda convicción para sí mismos y para el prójimo: “¿Ves? La única manera de que te des cuenta de lo fatal que me encuentro es que tú te sientas igual de mal que yo. ¿A que lo comprendes?”. Y es que la forma que estas personas tienen de conducirse es a través de un intenso diálogo consigo mismos, en el que como cerillas quemadas e inservibles, no hay espacio para la felicidad pero sí para la desdicha.

Otro razonamiento que oiremos de boca del quejoso será que el único modo de aliviar su sufrimiento es tratar de compartirlo con otro. Antes de caer en su trampa, subrayemos algo importante. Este tipo de espíritus no se destaca por analizar con equilibrio la realidad, sino que la transforman desde un sentido de aparente masoquismo en un campo de dramatismo y de desolación. Hasta el hecho a primera vista más afortunado, puede tener en sus lenguas una contraparte negativa que ya argumentarán en el futuro y que suena en sus labios como advertencia apocalíptica.

Esta clase de individuos no se limitan a describir el ambiente sino a desvirtuarlo por completo impregnándolo de sus sensaciones más negativas. Si se encuentran perjudicados, más que luchar por alterar su estado interno, procurarán extender su pesadumbre a cuantos con ellos se crucen, pues este camino es mucho más directo y sencillo que tratar de preguntarse el verdadero motivo por el que se hallan tan afligidos. Dicen que el tuerto es el rey en el país de los ciegos. En este caso, como los demás ven, tratarán de dejarles tan tuertos como ellos para que no les aventajen. Existe un lema muy famoso, aunque desgraciado, por el que se distingue con rapidez a este tipo de almas en pena: “cuanto peor, mejor”. ¿A que os suena? Hasta cierto punto, es bastante frecuente que conozcamos a alguien de estas características en el barrio, en el trabajo o hasta en la propia familia.

El espíritu alegre, en cambio, da gracias por todo, no ya por la vida con la que se despierta cada mañana sino por cada trago de aire que respira. El alma contenta no solo se recrea en cada segundo de la existencia sino que transporta la dicha de ese júbilo en todas direcciones, para compartirlo con quien confluya en el sendero. Al igual que al quejoso, no le gusta esconder lo que porta en su interior. La diferencia sin embargo, resulta abismal: mientras que el pesimista carcome la moral del más sugestionable, el optimista regala de sí mismo lo mejor y eleva la moral de hasta la criatura más decaída.

Como por sus obras les conoceréis, existe una brecha enorme entre haber coincidido en la calle con un quejoso o con un alegre: el primero literalmente te absorbe las energías y tras marcharse, te hace inclinar la cabeza para que los más oscuros nubarrones descarguen sobre tus hombros la lluvia de la angustia y la negatividad. En cambio, cuando le dices adiós al alegre, hasta el recuerdo más amargo del pasado se transforma en enseñanza que te resulta útil en el presente; a la vez, el momento actual por el que transitas se convierte en una magnífica oportunidad para sembrar las más fecundas semillas de cara a un furo esperanzador. Sus buenos consejos y sus sabias palabras provienen de una actitud sobre la que gira su destino: «gratitud».

El quejoso y el alegre a veces coinciden en plena avenida, en la oficina de la empresa o hasta en casa de uno de ellos. Como es lógico, cada uno posee un punto de vista desigual sobre lo que acontece en la vida. El quejoso siempre resta, y conforme más años lleva en su absurdo ejercicio de adversidad más daño procura infligir al que se le pone por delante, salvo que sea igual que él de nocivo, instante supremo en el que se abrazan al reconocerse como seres de infortunio similar. Para él no existe el trabajo bien hecho, sino que este responde a los vaivenes del azar, al favoritismo o a las trampas. Para esa alma en perpetua penumbra, el amor es una quimera y lo que realmente se produce es un opaco juego de intereses al que se llama enamoramiento, solo para evitar una expresión proscrita en el diccionario de los mortales: “soledad”. El amor no se halla, simplemente coincide con una exaltación del natural egoísmo del ser humano, que prefiere una unión artificial a fin de eludir un estado social solitario y asfixiante. Los favores al semejante son falsos y el altruismo se erige en hipocresía colectiva, una alucinación populachera, pues en el fondo, todos damos para que nos den y convertimos en falso intercambio lo que los idealistas se atreven a bautizar como “bendita reciprocidad”.

El alegre no solo cree en el trabajo bien realizado sino que lo considera una de las manifestaciones más creativas a la que puede aspirar una persona, ya que toda labor bien encaminada redunda en seguro favor hacia el semejante. Y por supuesto, no tiene fe en la casualidad sino en la causalidad que parece lo mismo pero no lo es, ya que cada uno obtiene aquello que previamente ha sembrado. Presionado y agobiado por la feroz insistencia del pesimista, al final tiene que responderle a este: “amigo mío, si plantaste calabazas en el huerto de tu jardín ¿cómo esperas recoger dulces y apetitosos melones?”

El alegre no solo anuncia el amor con su boca sino que lo practica a través de sus actos. No piensa que el cariño deba donarse por interés, pues entonces ¿qué clase de sentimiento sería si no resultase incondicional? ¿Es que existe mayor satisfacción para el espíritu jovial que el regalar sin esperar nada a cambio? Además, él sabe del mayor afecto que haya existido nunca: aquel que le concedió el Creador al insuflarle su chispa divina. ¿Acaso le exige el Padre cuentas a diario por su comportamiento? ¿No le dotó de completa libertad para surcar por los mares de su existencia aunque luego tenga que responder de sus actos? El alegre sabe lo que quiere y sin grandes alardes, prefiere ir paso a paso, trabajar un poco cada día porque es consciente de lo bien que le sientan la constancia y la disciplina. No deja la lección por aprender para la última jornada. Tan solo afirma: “mañana seré un poco mejor que hoy”.

El quejoso maldice cada una de las pruebas con las que se enfrenta y en vez de estudiar y esforzarse para desprenderse del manto opaco de oscuridad que le cubre, elige la inacción y se mantiene firme y orgulloso en su ignorancia, convencido de que nadie salvo él posee la Verdad y la explicación a los amargores de su trayecto. Tiene el pecho tan hinchado que llama la atención del resto de caminantes, pero no de amor o de ilusión por lo que habrá de venir, sino de una negatividad que ha de transmitir a quien sea para no reventar de su propio egoísmo. Su burbuja puede explotar en cualquier momento y para protegerse de ella, el alegre ha de ser fuerte y recio en sus planteamientos, so pena de contagio colectivo. Después de todo, la frase favorita del eterno disgustado ya la conocemos de memoria: “si en un cesto de manzanas sanas, cae una podrida…”.

El resentido es un ser rebelde por antonomasia. Ni ve, ni quiere ver y tampoco pretende que los demás vean, no vaya a ser que quede en evidencia. Se parece al “ángel caído” de las tradiciones religiosas, el que tienta constantemente para que te pases a su lado oscuro donde al menos y según su versión, contemplarás el escenario de la vida desde un punto de vista certero y realista, que no “estúpido” o “ingenuo” como les pasa a los más románticos o ilusionados por el sueño de la evolución.

El quejoso no sabe lo que significa la empatía pues bastante tiene con tener que comer y sobrevivir. Piensa que si no se defiende atacando, los demás le humillarán. No puede desperdiciar el tiempo con absurdos ideales de fraternidad o compasión, ya que la existencia es un camino de lloros en el que no se debe perder ni un minuto en escuchar los problemas del otro, pues bastante tiene uno con los propios. En el fondo, aplica la máxima de Jesús pero en sentido equivocado. Esto es, no puede comportarse con el prójimo con amor porque carece del mismo y no puede regar las tierras secas de su corazón porque no atesora ni el sustento de la fe razonada ni la más mínima confianza en sí mismo. Si al menos dispusiera de lágrimas, pero incluso prefiere tragárselas en silencio que compartirlas, pues este último verbo no consta en su vocabulario.

El alegre, en cambio, va despertando flores por donde pisa, que brotan de múltiples colores conjugándose con el festivo cromatismo de su sensibilidad. Reparte su sonrisa por doquier, porque cuanto más se entrega al hermano más recibe desde el verdadero lado de la vida. Esa es su dicha. Su pozo de dádivas no tiene fondo, porque a este acuden múltiples cauces de aguas subterráneas que constituyen su anhelo por repartir abrazos de ilusión para con los demás. Todos los días por la mañana recuerda las palabras del humilde carpintero: “porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene” (Mt 13, 12).

El quejoso, al renegar del prójimo, solo cree en sí mismo pero se observa triste e impotente porque sabe que no sería nada en soledad, pero a la vez sufre porque no desea pedir nada a nadie. La contradicción más lacerante lleva años instalada en su interior, alimentada vorazmente con sus pensamientos más individualistas. En este sentido, le repugna la actitud del alegre porque este percibe su regocijo en ofrecerse al otro y en colaborar con la buena marcha de los asuntos mundanos, bien sean estos de su hijo o de su padre, de su colega de profesión o quizá del vecino más apartado de su barrio.

El quejoso se lamenta de continuo porque no logra el auténtico descanso. Se acuesta en el catre más incómodo de la envidia hacia el más feliz y aunque esta le consuma por dentro como las aguas turbulentas erosionan a la roca endurecida de su alma, no da su brazo a torcer porque el ímpetu de su orgullo es todavía mayor que la serenidad a la que aspira en su interior. Y aún así, arrincona esa ilusión y la pisotea para que no germine, no vaya a ser que el verde esperanzado de esa planta presta por crecer, le arruine la «solidez» de sus rígidos postulados.

El quejoso se derrumba a menudo, aunque se levante sobre la maldad de sus calumnias, patalea con rabia la tierra que ha de pisar, maldice un destino que no acaba por comprender, ansía una paz que no posee pero carece de la necesaria voluntad para buscarle un sentido a la vida. Escondido entre insidias y grises intrigas, procura arrojar a menudo piedras contra el vidrio que mantiene luminoso el rostro del alegre, pero como vil cobarde esconde su mano culpable y fracasa, exasperándose al reconocer que esos cristales no son más que el reflejo de la luz que proviene de los adentros del optimista y que son por tanto, indestructibles.

El quejoso vive contra el mundo y hace de sus conflictos la vara que le sostiene sobre el barro de su mediocridad. El alegre pide a Dios por esas almas tristes y se compadece de ellas, porque entiende que estas habrán de transitar por los caminos del dolor hasta que un grito desgarrador exclamando ¡¡¡bastaaa!!! marque el principio del fin, el momento supremo en el que esos espíritus resentidos dejarán de estar paralizados por su miedo a la vida y entonces despertarán a la resplandeciente llama de la evolución, aquella que solo el amor conoce. Ante su hermano compungido, le tiende la mano con serenidad y le susurra en sus oídos con cariño: «tranquilo, amigo, hubo un tiempo en el que yo también viví así».

Y tú, querido lector, aunque entre el principio y el fin exista una infinita distancia ¿en qué terreno te sitúas?

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