Dios todo lo creó, lo conocido y lo que existe más allá de las estrellas, lo perceptible por nuestros sentidos y lo invisible a nuestra comprensión. ¿Quién de entre nosotros no ha soñado alguna vez en su vida con mirar al rostro del Creador y aunque tan solo fuera durante un segundo, poder dirigirle con toda la fuerza de su alma una de las expresiones más bellas del lenguaje humano, o sea, “GRACIAS”? ¿Quién de nosotros no ha tenido siendo pequeño la maravillosa ilusión de abandonarse en el silencio rodeado de sus juguetes favoritos para sentirse abrazado por aquel que todo lo ideó?
Nada tan tierno pero tan cercano a la realidad como la portentosa imaginación de un chiquillo en su plenitud intuitiva, cuando habla de esa presencia que todo lo gobierna. Aparentemente, no es consciente de lo que está expresando, pero sus palabras alcanzan nuestro corazón hasta hacer que nos tambaleemos. Será que por vivir como niño, el espíritu lleva tan poco tiempo atrapado en su cárcel corporal que todavía puede experimentar la bendita libertad del recuerdo de su alma moviéndose por la dimensión que le es propia. Puede resultar penoso, mas la evolución no se detiene. Por eso las remembranzas infantiles se van difuminando conforme maduramos, a fin de que afrontemos nuestras pruebas con plena conciencia del escenario material en el que nos desenvolvemos, aunque ello no implique el olvido total de las huellas platónicas que moran en nuestro interior.
¡Ay, compañeros inmortales de camino! ¡La grandeza de Dios! Parece un tema tan delicado y tan difícil de entender. Mas quizá no resulte tan complicado el asunto. Y digo yo ¿por qué no utilizar la analogía? ¿Acaso no dicen muchos que para comprender la muerte es preciso acudir al estado que experimentamos durante el sueño? Evidentemente, no es lo mismo estar “muerto” que estar soñando pero no cabe duda de que al dormir, nuestra alma vuela de la jaula que la mantiene atada a la vida orgánica. La diferencia esencial se halla en que cuando reposamos en la cama podemos despertar en cualquier momento y retornar a la actividad cotidiana mientras que tras el óbito, serán nuestros ojos intangibles los que nos permitan ubicarnos, siempre y cuando una poderosa turbación no se apodere de nosotros. Esto último, como conoce cualquier estudiante de la Doctrina, va a depender mucho de las conductas y actitudes desplegadas durante la existencia física.
La grandeza de Dios reside en el aliento de su voluntad. Pensemos un instante: sin la misma, nada de lo que podemos ver, oír, tocar o incluso imaginar, existiría. Que yo sepa, no conozco aún a nadie de mi alrededor que me haya contado que ha percibido, hablado o contactado con el Creador. Sin embargo ¿cuántas cosas hay en la vida que no podemos contemplar ni palpar y aún así tenemos la sospecha más que fundada de cómo son o cómo funcionan? Quizá la muestra más clara la tengamos en el poderoso instrumento que constituye la mente del hombre. ¿Alguien la ha tocado con sus dedos? ¿Alguien le ha tomado una foto y se la ha enseñado a sus amigos? ¿A qué huele la mente? ¿Qué tamaño tiene?
Tal vez sea de dimensiones colosales porque nos permite viajar en décimas de segundo a lugares alejadísimos como los confines del Universo o nos concede la posibilidad, atravesando los parámetros del tiempo, de trasladarnos a un pasado remoto o a un futuro porvenir. También puede anticiparse al final de un asunto o llegar a conclusiones certeras sobre una compleja cuestión. O quizá posea una magnitud muy reducida, pues existen personas que solo conciben unos determinados esquemas para vivir y de ahí no salen, bien sea porque no dan más de sí o bien porque no caben más elementos en su pensamiento.
Ah, perdón, me olvidaba de aquellos que igualan a la mente con el cerebro o en otras palabras, de aquellos que piensan que la capacidad de discurrir se halla indisolublemente asociada a la estructura física que constituye el cerebro humano. Pero si eso fuera así ¿por qué los espíritus pueden continuar razonando y experimentando emociones a pesar de que lo contenido en su cráneo ha desaparecido? Y ¿cómo es posible que al comunicarse con nosotros puedan aportarnos mensajes tan inteligentes o que incluso puedan facilitarnos datos sobre su actividad de ultratumba? Ah, claro, es que la vida no precisa necesariamente de un soporte de células nerviosas para seguir manifestándose…
Pero vayamos al quid de la cuestión. ¿Por qué Dios es lo más grande? Valgámonos de la analogía y a ver hasta dónde llegamos…
Dios no solo lo ha creado todo sino que en cada cosa o criatura procedente de su “mano” habita un factor inteligente que le impulsa a avanzar. Y no solo eso; ha dotado al Universo por completo (aunque este sea infinito) de una serie de leyes que aseguran su gobernabilidad y su impecable funcionamiento. Caramba, esto sí que es propio de alguien versado, de alguien que conocía a la perfección lo que estaba haciendo. Entre los principales edictos del Supremo Hacedor, destacan los que se refieren a las causas y sus efectos y por supuesto, la famosa ley del progreso.
¿Alguien puede imaginarse qué sería del mundo si a cada causa no le siguiera un efecto? Efectivamente, mejor no pensarlo, pues el orbe se transformaría en un auténtico caos. A Dios gracias (nunca mejor dicho), tenemos la absoluta certeza de que hagamos lo que hagamos y ocurra lo que ocurra, a cada acción le sigue una reacción equivalente. Admitiréis conmigo en que contar con un Padre legislador que asegura nuestra supervivencia como hijos suyos y la aplicación de sus preceptos nos aporta una tranquilidad infinita… ¿a que sí?
Y qué decir de esa disposición que nos deja más que claro el objetivo de la vida: pues sí, el progreso. ¿Alguien puede elucubrar sobre cómo viviríamos si pudiésemos permanecer indefinidamente en el más inerte de los estancamientos? Cuando era un crío y en días de lluvia jugaba al fútbol en campos de tierra, solo tenía una obsesión al acabar el partido: llegar a mi hogar y bañarme. Por supuesto, ¿cómo iba a quedarme en casa con los restos de barro adheridos a mi ropa y en mi piel? Y aunque me hubiera negado a tomar una ducha por aquello de la rebeldía, ya mi madre se hubiera encargado de decirme con buenas pero contundentes palabras que debía desprenderme de la suciedad que me impedía estar limpio. ¡Y es que madre (como Dios) no hay más que una! La verdad es que prefiero no flirtear con esa posibilidad tan catastrófica. Menos mal que por muy sabios que nos creamos, nadie puede alterar los estatutos fundacionales promulgados por el Creador sobre cómo debe desarrollarse la existencia…
…continuará…