—De acuerdo —declaró con voz grave y tono sosegado el presidente del tribunal—. Esta tarde, ventilados todos los trámites, los miembros aquí presentes del Santo Oficio nos retiraremos a deliberar y, mañana, daremos lectura al veredicto.
En el rostro de fray Bernardo asomó una rabia difícil de disimular; aun así, de repente se le dibujó una sonrisa leve en los labios, aviso de que el fiscal no había jugado su última carta.
Tras el almuerzo, mandó llamar a su secretario para tratar largamente del asunto enjuiciado. Consumida la conversación, llamó a uno de los guardias de la Inquisición.
—Oficial, cumplid una orden.
—A vuestras órdenes, mi señor.
—Conducid a una de las prisioneras a la sala de interrogatorios. Y avisad también al verdugo. No nos llevará mucho: en cuanto se la apriete un poco, cantará con su mejor voz.
—Muy bien, señor fiscal. ¿A qué monja saco de la celda?
—A la hermana Concepción. Llevadla a donde ya sabéis. En breve estaremos allí fray Agustín y yo.
Al cabo, los dos frailes emprendieron el camino por los pasillos del castillo, húmedos y sombríos. El sonido de sus pasos se mezclaba con el gotear de alguna bóveda y el lejano chirrido de un cerrojo.
—Fijaos en una cosa, Agustín —dijo el fiscal con un brillo extraño en los ojos—. Cuando ese engreído de Nebrija pronunciaba su alegato, se me hizo la luz en el pensamiento.
—Entiendo… ¿y puede saberse de qué color era esa luz, hermano?
—No sabría decíroslo, pero sí que fue una luz inteligente. Se me ocurrió un modo sutil de aclarar este turbio asunto. No sé por qué he estado tan lento en discurrir estos días; mas, como se dice, más vale tarde que nunca.
—¿Y qué hallasteis en el rincón más escondido de vuestra mente?
—Algo muy sencillo: los reos a veces requieren un pequeño empujón para confesar sus maldades. Me fastidia admitirlo, pero su condición de mujeres de clausura y el linaje de la superiora me han obturado la perspicacia. Todo se arregla con paciencia. Para eso Dios dota a sus servidores de la clarividencia precisa, aunque llegue a última hora.
—Supongo que os referís a que ningún culpable desea declarar contra sí o contra su interés.
—Desde luego. Estas mujeres, por muy religiosas que sean, defienden su relato como si fuese la única verdad. En resumen: presionemos a esa monja que se cree más doctora que su padre, y se obrarán milagros. Tengo para mí que es más débil de carácter y más torpe en su discurrir que la abadesa; por tanto, no resistirá nuestra intimidación.
—Interesante. Vuestra capacidad de observación no deja de asombrarme; no obstante, permitidme preguntar por qué estáis tan seguro.
—Intuición y práctica, fray Agustín —rió con una malicia contenida—. ¿Os parece poco? Lo comprobaréis en breve.
—¿Y no pensáis hacer nada con la madre? Quizá sea la principal instigadora de este lodazal; puede que su dominio mental sobre la enfermera sea tal que la hermana Concepción no haga sino arrastrarse a su voluntad hacia el pecado de lujuria y sometimiento.
—Veamos, Agustín —replicó el fiscal con tono de lección—. Nos conocemos hace tiempo: primemos la agudeza sobre el arrebato. La hija del conde de Valcárcel y hermana de un letrado ingenioso, puede complicarnos la vida. No conviene molestar de frente a los poderosos: echan mano de sus influencias. En cambio, se puede actuar contra los eslabones más débiles de la cadena para que, al quebrarlos, tiemble el más fuerte, que es la hermana Verónica. ¿Entendéis hacia dónde pretendo llegar?
—Más o menos, hermano. Me cogéis en hora obtusa, pero voy cayendo.
—Tranquilo, lo comprenderéis. Además —prosiguió Bernardo, como quien piensa en voz alta—, el arzobispo es hijo de los condes de Benavente.
—Dios mío, Bernardo… ¿qué claridad nueva es esa? ¿Qué dato se acomoda a vuestros intereses?
—Permitid que os saque de la ignorancia. El padre del arzobispo y el padre de esa Verónica fueron íntimos amigos. No veo yo a su excelencia el arzobispo con muchas ganas de condenar a la superiora de un convento modesto de su archidiócesis. Y todavía hay más: el obispo conoce a Francisco de Nebrija. Demasiadas coincidencias, ¿no os parece? No querréis que Verónica se presente mañana ante el tribunal con señales de tormento. Sería un riesgo excesivo para nosotros. Por eso os dije que había que usar el ingenio, no la fuerza bruta. No estoy loco, Agustín; hay aspectos que no dependen de mí, ni tengo poder para alterar las relaciones sociales de nuestro tiempo. En este oficio se ha de medir lo que uno gana y lo que uno pierde a cada paso, sin forzar los acontecimientos. ¿No estáis de acuerdo?
—Sí, desde luego. Con vuestras razones ya entiendo el porqué de vuestro proceder. Muy sutil, por cierto. Es verdad: quizá baste el testimonio de esa humilde hermana. Deseo comprobarlo con mis propios ojos.
Abrieron la puerta de tablazón con un chirrido áspero. La estancia, bajo tierra, estaba pobremente iluminada por una vela terca que vacilaba al menor soplo. Olía a rancio, a humedad y a hierro. En el centro, la hermana Concepción aguardaba sentada en una silla de respaldo recto. El hierro de los grilletes ceñía sus muñecas inmóviles; los dedos, entumecidos, parecían rezar sin moverse. Tenía la palidez de quien lleva horas sin tragar saliva y los ojos abiertos de par en par, entre el miedo y la incredulidad. La sombra de la cruz, proyectada por el pábilo, trepaba por la pared encalada como un mal augurio.
Fray Bernardo se detuvo a dos pasos, midiendo el silencio como si fuese un instrumento más del interrogatorio. Fray Agustín desenrolló su pliego y preparó la pluma. Afuera, muy lejos, repicó una campana.
—Bien —dijo el fiscal, con una calma que helaba—. Pongamos algo de luz en este asunto… aunque sea a la fuerza.
…continuará…
