Al día siguiente, tras ser avisado a instancia de la superiora del convento, Alejandro Mendoza, médico de la casa de Nebrija, acudió al monasterio de las monjas.
—¡Ay, mi niña! Pero… ¿qué perjuicio es este? —exclamó asustado el galeno al contemplarla—. No te reconozco, chiquilla. Ni que las energías te hubiesen abandonado. ¿Quién te ha robado la juventud?
Tras intercambiar impresiones con la hermana Concepción que había estado todo el tiempo cuidando de la enferma, el doctor procedió a examinar a la paciente.
Al cabo de unos minutos, extraños sonidos se oyeron en el exterior, más allá de la puerta que daba acceso a la celda donde permanecía Verónica.
—Pero… ¿qué es todo este alboroto? —comentó la madre Juana saliendo del aposento donde se hallaba la hija del conde de Valcárcel.
Tras acceder al exterior de la habitación, la madre se quedó asombrada. Allí había un grupo de monjas apelotonadas en el pasillo que daba al claustro y cuya intención no podía ser otra que interesarse por el estado de salud de la joven. La preocupación entre las hermanas había aumentado considerablemente cuando algunas de ellas observaron la presencia por allí del doctor Mendoza, lo que no hacía presagiar nada bueno.
—Madre abadesa —dijo una de las hermanas—. Discúlpenos por irrumpir de este modo, pero lo hemos estado hablando entre nosotras y estamos muy inquietas por la salud de Verónica. Su merced, decidnos: ¿se va a morir o se va a salvar la chiquilla?
—Admiro su compasión y la de todas. Tienen razón en estar preocupadas, hermanas. Sin embargo, no pueden estar aquí, pues eso no va a mejorar las cosas. Nuestra querida Verónica se encuentra mal, es cierto, pero para Dios no existe nada imposible. Además, he avisado al doctor para que la reconozca y haga todo lo posible por su curación. Presten atención porque les voy a hacer un ruego muy propicio para esta delicada situación por la que atravesamos.
—Lo que su reverencia nos mande. Solo queremos que ella sobreviva y se quede entre nosotras.
—Yo también, sin ninguna duda. Miren, bajen todas a la capilla y desde lo más profundo de su ser, encomiéndense a la voluntad divina, a la de su hijo Jesucristo y al buen hacer de nuestra señora María Inmaculada. Por favor, pidan por la recuperación de esta inocente alma. Seguro que sus oraciones harán fuerza para que esta chiquilla se levante de la cama con su cuerpo ya sano. Ruego para que así lo hagan. Esa será nuestra mejor herramienta: recuerden, siempre acudan a la oración, que el Padre jamás deja de atender si de verdad es sincera y proviene del corazón.
Fue así como el pequeño grupo de monjas, todas ellas cabizbajas, decidió dirigirse hacia la capilla del monasterio mientras entonaban en voz baja una oración por los enfermos.
Algo más tarde y tras las pruebas médicas pertinentes, Alejandro se puso de pie y se dirigió en voz alta a Juana y a Concepción:
—Realmente, no salgo de mi asombro, señoras. Por más que he buscado, no he hallado nada. Está débil, claro, pero porque lleva tres días sin probar bocado y solo a base de líquidos. Se sometió a un esfuerzo ímprobo al dar a luz a su niña. Sin embargo, no acabo de entender el motivo de su elevada fiebre y de su mal aspecto. Algo le está ocurriendo por dentro y no sé lo que es. He de admitir que la ciencia no lo explica todo y me angustio porque no hallo respuesta a esta terrible situación. Dios mío, ¿qué está pasando aquí? Te lo ruego, Señor —exclamó el hombre elevando su voz—: no te la lleves todavía, que tu hija solo es una joven de diecisiete años que ni siquiera ha madurado como mujer.
—Entonces, doctor —intervino la hermana Concepción—. ¿Está enferma la paciente o no? ¿Cuál es su diagnóstico?
—Ojalá tuviese respuesta a esa pregunta. Incluso me atrevería a decir que no, a pesar de la fiebre que la envuelve. La cuestión no es esa. Su problema es que se ha abandonado.
—¿Cómo decís, don Alejandro? ¿Qué pretendéis al afirmar que la chica «se ha abandonado»? —inquirió la superiora.
—Madre, se lo diré con otras palabras y bien que conozco el cuerpo de Verónica desde que la traje al mundo. No es que esté enferma, es que no quiere vivir, que son dos cosas bien diferentes. Creo que su voluntad por resistir ha desaparecido, es más, si su alma aún no se ha separado de su cuerpo es a causa de la fuerza de su impulso por tratar de conocer a su hija, lo que constituye un motivo más que poderoso para no ceder ante la muerte. Esa es ahora su lucha, la de mi querida niña a la que he visto crecer; y tiene que elegir entre vivir o entregarse al abandono de un cuerpo que le estorba.
—Perdonad, don Alejandro. ¿No halláis ningún remedio que arregle la complejidad de la situación que habéis descrito?
—Por ahora no, Concepción. Le dejaré un preparado de hierbas para que se lo administre. Contiene componentes esenciales para su subsistencia y que abren el apetito. Tal vez si comiese algo en las próximas horas… eso contribuiría a su recuperación, pero me temo que es su espíritu el que se niega y ante eso, no hay nada que hacer.
—Dios mío, cuesta entender cómo hemos alcanzado esta situación tan horrible en la que la existencia de esta chiquilla pende de un hilo —comentó Juana.
—Bien, ahora me marcharé. Tengo que atender otros compromisos urgentes. Como estoy alarmado por la situación, mañana volveré por aquí. Dios quiera que en esta jornada se produzca alguna reacción.
Justo antes de salir de la celda, el médico se arrodilló sobre la cama y acercándose al oído de la muchacha, le deslizó unas palabras susurrando…
—Mi niña, haz un esfuerzo. Tienes que vivir para completar tu destino. Una gran misión te espera y Dios te necesita en perfectas condiciones. Fui el primero en verte respirar y ahora quiero que lo sigas haciendo. Lucha y regresa a la vida, te lo suplico. Pediré por ti. Mucho ánimo, Verónica y que Dios te bendiga.
…continuará…