—Pues sí, solo con escuchar vuestro criterio… eso me hace pensar en la importancia de mi sueño, que se lo agradezco a ella y a nuestra Virgen Inmaculada, pues siempre la inspiró en su recorrido vital.
—Veréis, madre —dijo entre toses el franciscano—. Creo que me voy a marchar a mi iglesia. No me encuentro muy bien y pienso que lo mejor será descansar y recuperar mis energías.
—Es verdad, padre. Os noto la voz alterada, además de esas toses que os dominan.
—Cierto; ya ayer no me encontraba bien, pero como tenía pendiente pasar confesión hoy en vuestro convento, no quise perder la ocasión de acercarme por aquí y de hablar con vos.
Mientras que se levantaba del asiento, el fraile se llevó la mano a su frente.
—Vaya, me arde la frente y tengo náuseas. Hacía tiempo que no me hallaba tan mal. ¡Qué débil es la carne! ¿Verdad, su merced?
Justo en el momento en el que se dirigía a salir del edificio, el hombre se derrumbó sobre el suelo y aunque no llegó a perder el conocimiento, Damián no tenía fuerzas ni siquiera para incorporarse, por lo que se quedó tumbado en aquella zona donde atendía a las hermanas en confesión.
Alertada por el suceso, Verónica reaccionó y acercándose al patio tomó la decisión más lógica.
—Hermana Carmen, por favor, apresuraos. Avisad a la hermana Concepción y que venga hasta aquí. El padre Damián parece enfermo y es necesario que le atienda.
—Ahora mismo, su reverencia.
En unos minutos, la enfermera apareció por allí para atender el requerimiento de la superiora.
—Pero, ¿qué es esto, madre? ¿Qué hace el padre Damián por los suelos?
—Eso me pregunto yo. De repente, tras administrarme el sacramento de la confesión se encontró mal, tanto que, después de dar unos pasos, se desvaneció.
—Un momento —intervino Concepción mientras que se arrodillaba junto al fraile—. Voy a examinarlo.
Tras una primera inspección, la monja trató de hacer reaccionar al sacerdote…
—Padre, ¿me escucháis? ¿Podéis hablar? Decidme, ¿qué os sucede? ¿Tan mal os encontráis?
Tras no hallar respuesta por parte del hombre…
—Vaya, está consciente —añadió la madre—, pero es como si no pudiera reaccionar ni su lengua articular palabra. Antes de caerse me dijo que estaba ardiendo de fiebre cuando se tocó la frente.
—Espera, Verónica, ahora voy teniendo las cosas más claras y me temo que no tengo buenas noticias. Ojalá que no sea lo que estoy pensando.
—El pobre debe estar grave y todo ha sido repentino, aunque, según me comentó, el día anterior ya había notado malestar en su cuerpo.
—Mira, Verónica, ¿ves estos dos bultos debajo del cuello, uno a cada lado?
—Dios mío, es cierto. ¡Qué desagradable! Parece como si estuvieran hinchados. ¿Qué es eso, Concepción? Por favor, responde, que tú eres la experta.
—Como te decía, es una mala señal. Con tu permiso, voy a hacer una cosa.
A continuación, Concepción le quitó el hábito a Damián hasta que pudo llegar con sus manos a palpar las axilas del hombre.
—¡Virgen santísima, lo que sospechaba! —afirmó con gran preocupación la monja.
—Pero… no entiendo nada, Concepción. No me alarmes, te lo ruego. ¿Es que se va a morir este hombre de Dios?
—Peor, madre, creo que vamos a morir todas. Yo le he tocado al reconocerlo y tú has permanecido cerca de él al confesarte. Sin pretender exagerar, Verónica, pero… ¿es que no has oído los rumores?
—Normalmente, suelo evitar los rumores. Simplemente, no me gustan ni contribuyen a la buena convivencia entre nosotras. Además, aquí las noticias de fuera suelen llegar tarde. Recuerda que vivimos aisladas para cumplir mejor con nuestra misión. Sin embargo, viendo tu cara, lo admito: me has asustado. Venga ya —expresó Verónica mientras que agarraba del brazo a la otra monja—, no me digas que estamos ante un brote de peste.
—Lo siento en el alma, madre, porque se trata de una pésima noticia. Mi opinión es que estamos ante el comienzo de una enfermedad de cuyos efectos Dios nos libre. Ojalá que me equivoque, pero me temo que la peste ha entrado en nuestro convento. Antes de venir hoy, el padre Damián ya estaba contaminado.
Ambas mujeres no pudieron evitar que un escalofrío les recorriese la espalda, lo que las llevó instintivamente a arrodillarse y seguidamente, a abrazarse. Tras unos instantes de absoluta incertidumbre sobre lo que hacer…
—Ahora que lo recuerdo —dijo temblando la superiora—, el franciscano estuvo en Sevilla no hace mucho con otros curas y frailes en una reunión con el arzobispo. Fue él mismo quien me lo dijo antes de viajar. Por eso se ausentó de la ciudad la semana pasada y no apareció por aquí. Ahora lo entiendo todo: regresó hace dos jornadas y durante ese tiempo estuvo incubando la enfermedad. Quizá no le dio la debida importancia a los síntomas que tenía ayer y por eso acudió hoy al monasterio a confesar.
…continuará…

